Cuando el lenguaje del videojuego no tiene que ser explicado

O como Lorelei and the Laser Eyes teme que lo malinterpreten

C
Lorelei

La comparación entre Lorelei and the Laser Eyes y una escape room no termina de parecer del todo exacta. Es cierto que el último juego de Simogo se articula a través de una serie de puzzles integrados en el escenario y que la exploración es esencial para encontrar llaves, desbloquear atajos y acceder a habitaciones de todo tipo. Sin embargo, aquí la cosa no va de salir, más bien todo lo contrario. Lorelei, el personaje que controlamos, debe introducirse cada vez más en el laberinto de sus recuerdos —aquí la metáfora es absolutamente literal— para poder reconciliarse antes de su muerte con una de sus experiencias más traumáticas. Así, junto a Lorelei, resolvemos unos rompecabezas que, aunque tienen la capacidad de funcionar por sí mismos fuera del marco del juego, no pueden ser desechados y olvidados tras el momento eureka porque aportan detalles sobre el universo en el que transcurre la historia y las diferentes opiniones de los personajes principales.

O, al menos, eso es lo que creemos en un primer momento. 

Empecemos por el final.

Durante los últimos minutos de Lorelei and the Laser Eyes se despliegan dos de los tropos narrativos más recurrentes y perezosos que pueden usarse a la hora de articular un giro: el clásico «era yo» y el frustrante «todo esto no es más que un sueño». El primero de ellos —frecuente en historias detectivescas y policiales— intenta sorprendernos al añadir al tablero un nuevo lado que apunta directamente al propio protagonista como culpable de todos los crímenes representados en pantalla. El segundo, mucho más violento, nos insta a quitar importancia a cualquier tipo de fricción e incoherencia en la trama porque, a fin de cuentas, todo lo que hemos experimentado es un sueño, un escenario artificioso cuyas consecuencias siempre pueden ser anuladas. Así, en el juego de Simogo no existen las hermandades secretas con la misión de encontrar y controlar la propia esencia del arte, ni los posicionamientos enfrentados en relación a la sociedad del espectáculo, ni los magos venidos a menos con la asombrosa capacidad de despertar nuestra mirada. Antes de que salgan los créditos, los creadores quieren asegurarse a toda costa de que todos entendemos que lo único importante es la manera en la que una Lorelei moribunda, inconsciente en la cama de un centro de ancianos, se reconcilia con la idea de haber matado por accidente al director de cine Renzo Nero durante una colaboración. Desde Simogo están tan preocupados por cerrar la historia con contundencia, porque nadie se quede atrás y pueda hacerse, quizás, alguna pregunta, que expanden lo que debería ser el clímax de la historia hasta convertirlo en un examen tipo test. En la penúltima secuencia de Lorelei and the Laser Eyes recorremos el ya familiar laberinto para responder de forma anticlimática a preguntas ya resueltas (¿quién es el asesino? ¿quién es la anciana?). El miedo a no ser entendido destroza lo que debería ser una cumbre sensorial.

David

David Lynch está siempre presente en el espacio negativo del videojuego. El trabajo del director es una inspiración directa e innegable en títulos como Virginia, el díptico de Alan Wake, Deadly Premonition o la serie Dusty Lake. Pero el Lynch que abrazan tantos y tantos desarrolladores no es el real. El Lynch de los videojuegos es una referencia, una sombra alargada, que solo se parece al director norteamericano en su contorno y forma. Es por esto que aunque los elementos que han hecho icónicos a Twin Peaks, Terciopelo azul o Mulholland Drive pueden incluso tocarse en muchos videojuegos, normalmente también aparecen vaciados de significado y convertidos en una cosa que solo nos recuerda a Lynch. Un elemento que existe en el juego porque nos hace pensar en otro que, no solo nos gusta, sino que tiene asociado un innegable sentido de autenticidad. Y para entender por qué esto es una papillización del trabajo del director, cuyo estilo único le lleva a imaginar situaciones extremadamente familiares en las que, sin embargo, algo parece estar fuera de lugar, nada mejor que recurrir a la definición de «lo lynchiano» propuesta por David Foster Wallace en Premiere Magazine: «es un tipo particular de ironía en lo que lo muy macabro y lo muy mundano combinan de una manera concreta que consigue revelar la manera en lo que lo primero siempre está contenido en lo segundo». Pero en los juegos no hay ironía. Lo mundano nunca pretende serlo. Lo macabro, entonces, ya no existe.

En una reciente entrevista con The Guardian con motivo del regreso de Twin Peaks, Lynch se declaraba incapaz de explicar sus propias películas. Según el director, sus obras estaban creadas con lenguaje cinematográfico y él, por su parte, era incapaz de traducir todo a un inglés natural. Esta no era ni la primera ni la última vez que el director enfrentaba preguntas alrededor de sus complejas narrativas y, aunque su estrategia para lidiar con fans y periodistas ha variado mucho a lo largo de los años, Lynch siempre se ha mantenido firme en su deseo de que sea la audiencia la que termine por atar todos los cabos. «Los espectadores saben lo que Mulholland Drive es para ellos pero no confían en sus instintos. Quieren que alguien les diga lo que saben», explicaba.

Una parte importante del legado de Lynch se apoya en esta confianza absoluta en la experiencia cinematográfica; en esta fuerte creencia en que los espectadores saben (y si no saben, sienten) que libera al director de una necesidad de coherencia capaz de aplastar sus imágenes oníricas y detalles macabros. Podemos absorber Carretera perdida sin necesidad de que Lynch confirme o desmienta si Fred tiene una enfermedad mental de la misma manera que podemos disfrutar de Inland Empire sin que el director nos señale cómo exactamente se interconectan las historias. La forma en la que nos relacionamos con las películas de Lynch nos exige ser unos espectadores activos. Hacer uso de un músculo que la industria —la de los videojuegos y cada vez más la cinematográfica— considera que tenemos atrofiado. La confianza que se deposita ahora en nosotros es nula. Por eso cuando se quiere vender mucho, cuando se quiere tener entre manos un verdadero producto de masas, nada se puede quedar sin explicar.     

Renzo

En el universo de Lorelei and the Laser Eyes, Renzo Nero es un director italiano de cine experimental que, en muchos sentidos, podría considerarse tanto víctima como verdugo de Lorelei. Como la protagonista y sus propios «ojos de láser» (que le permiten tanto crear arte como no olvidar ni el más mínimo detalle), Nero se desdobla una y otra vez apareciendo como artista acabado (Lorenzo el mago), musa peligrosa y, finalmente, víctima de homicidio. Pero entre los muchos detalles que conocemos del director a través de las sinopsis de sus películas, las páginas perdidas de sus guiones o las interacciones oníricas que tenemos con él, destacan una serie de entrevistas en las que él, en primera persona, explica la relación que mantiene con sus espectadores: «el cine no necesita de público», leemos en un fragmento de revista, «la película se degrada a través de la audiencia».  

Por esta mentalidad, no resulta inesperado cuando Renzo se revela como un villano, como una especie de lunático que, además, presiona a Lorelei para crear en condiciones extremas. Teniendo en cuenta que gran parte del arte no tiene sentido sin un observador —algo que en Lorelei and the Laser Eyes se representa a través de una serie de puzzles-exposiciones basados en la perspectiva— y que los videojuegos directamente no tienen sentido sin un jugador con el que poder dialogar, la postura de Renzo lo sitúa como algo ajeno, un otro del que poder desconfiar de forma natural. Pero si bien este diálogo sobre el arte (que incluye la «ceguera» de Renate como una metáfora de la invisibilidad de las imágenes en la era moderna y «el tercer ojo» como alegoría de la inspiración) es una de las capas que, de entrada, parecen más estimulantes dentro de la obra de Simogo, lo cierto es que al llegar al final queda poco sobre lo que debatir. El miedo de los desarrolladores cierra la puerta a que los mismos jugadores que ellos parecen defender durante el juego, puedan aportar nada. Todo esta dicho (por ellos) y solo queda cerrar. Otro motivo por el que no soñamos sueños de videojuegos es que son estos mismos los que nos cortan las alas. 

About the author

Marta Trivi

2 comentarios

  • Está claro que cuando se quiere hacer un producto mainstream se requiere muchas veces dar sobreexplicaciones, aunque existen excepciones como los juegos de From Software por ejemplo. Pero en este caso me parece contraproducente, ya de por sí los juegos de Simogo no es que sean las grandes supreproducciones y por tanto se pueden permitir ese misterio, ese espacio para dejar andar la imaginación, por tanto es como una zancadilla a su propio estilo, no??

  • Me encantan las obras pequeñas, juegos, series, películas, relatos, lo que sea mientras haya cuantas menos manos por medio mejor, porque florecen los errores y éstos hacen la obra.
    A veces, aunque yo peco como cualquiera de lo que voy a decir, exigimos a la obra, las manos que la han creado, que alcancen la perfección, que no hierren, que sean mejores que nosotros, que hagan aquello que nos sorprendan.
    Antes creía que era cierta condescendencia la causa por la que era más permisivo con las obras pequeñas, ahora soy consciente de que es porque los errores son ventanas, agujeros en la obra a través de los que se puede ver al artista.
    Ahora ya parece algo del pasado, analógico eso de crear algo donde el proceso es irreversible. Levantar la mano con un bolígrafo, una brocha, un cincel, y pensar «si la cago, voy a arruinarlo, si no lo hago perfecto, todo el mundo verá que soy un fraude». Y resulta, que cuando todo el arte se amacena en código binario, las decisiones incorrectas dicen más que la perfección.

    Está claro que Simogo no son Deconstructeam, que hay dinero y recursos pero, para mí, los errores dotan de personalidad.

¡Apoya la crítica cultural!

Si te gusta Cultura Caníbal y te lo puedes permitir, colabora con su mantenimiento.