Antes de la revolución industrial los seres humanos solíamos dormir en dos turnos. Muchos historiadores, como Roger Ekirch, han demostrado que, al menos hasta finales del siglo XVIII, lo habitual era irse a la cama temprano con la caída de la noche, levantarse unas cuantas horas entre las 23:00 y las 01:00, para después volver a acostarse hasta el amanecer. Sin embargo, este hábito, del que se ha encontrado numerosa documentación en varias partes del mundo, quedó desactivado con la llegada de las fábricas, una ocupación excepcionalmente laboriosa que obligaba a sus empleados a ajustar sus hábitos al sonido de la sirena. El funcionamiento de la fábrica dictaba cuándo salían de casa sus trabajadores, cuando podían comer, cuándo podían charlar entre ellos e, incluso, cuando podían ir a ver a su familia. Y aunque durante estos últimos siglos hemos ganado cada vez más derechos laborales, el capitalismo sigue controlando nuestras vidas con mano de hierro, un control que hemos naturalizado hasta hacerlo casi invisible y para el que empezamos a preparar a nuestros hijos a las pocas semanas de nacer.
«En la actualidad, hay muy pocos intervalos significativos en la existencia humana (con la inmensa excepción del sueño) que no hayan sido invadidos y convertidos en tiempo de trabajo, tiempo de consumo o tiempo de marketing», apunta Jonathan Crary en su ensayo 24/7 El capitalismo al asalto del sueño. El profesor de historia cree que el capitalismo, con ayuda de la tecnología, está presente a todas horas en nuestra vida eliminando las fronteras entre espacio privado y de trabajo, tiempo de consumo y tiempo de ocio. Y no hay mejor ejemplo para la teoría de Crary que las propias redes sociales, plataformas a las que acudimos para socializar pero en las que tenemos que mantener una imagen aceptable de cara a nuestro empleador, lugares en los que pasamos cada vez más tiempo de ocio, pero en el que debemos interaccionar constantemente con anuncios y publicaciones centradas en objetos de consumo. Este omnipresente capitalismo 24/7 es el que Yorgos Lanthimos retrata en la primera historia del tríptico Kinds of Kindness, una cinta extrañamente perversa con la que el director griego va cambiando la diana de sus críticas, siempre apegado al tema del control y la jerarquía.
En RMF está muerto, Jesse Plemons interpreta a un hombre sometido totalmente a los deseos de su jefe. Cada día, Robert desayuna exactamente lo que le dicta Raymond, se viste con la ropa previamente acordada y sale de casa como un autómata que ni siquiera elige por sí mismo qué bebida puede tomarse en el bar. Pronto sabemos que la relación entre Robert y su jefe se remonta a varios años, y que el control es tan absoluto que Raymond incluso ha escogido directamente a la pareja de su empleado, dictaminando su dinámica familiar. Escribe Tony Morrison en Beloved que «la libertad es poder decidir cada mañana qué es lo que vas a hacer» y, en ese sentido, cabe poca duda de que Robert es un esclavo. Sin embargo, todo cambia cuando, tras negarse a cumplir un encargo, el personaje de Plemons pierde su trabajo y se queda sin indicaciones para poder continuar. La historia entonces se convierte en un viaje desesperado por volver al redil; por reanudar su sometimiento. Robert descubre que si no es un esclavo, entonces no es nada.
«Santa verbaliza un puesto de trabajo de catorce pagas con posibilidades de ascenso como algo mítico, de otro mundo […] Pero sabe que no es un premio, sino un derecho. Y que, en el caso de que lo tuviera, también sería su derecho maldecirlo cada mañana que se levantase temprano para regalar plusvalía», escribe Ignacio Pato en un texto sobre Los lunes al sol recogido en el Cuaderno de cine de la editorial Antipersona dedicado a la clase obrera y el mundo del trabajo. Es precisamente en esa contradicción —la de desear y maldecir— en la que se mueve Lanthimos. Robert es consciente de que no es libre de la misma forma en la que lo sabemos la gran mayoría de nosotros. Sin embargo, en una sociedad en la que el trabajo es un derecho, y en la que nunca nos han enseñado a ejercer nuestra libertad, el sometimiento no sólo resulta más cómodo sino también, mucho más seguro. Una de las decisiones de guión más interesantes en esta primera fábula es hacer explícito que Robert no tiene ningún tipo de problema económico. Con un coche nuevo y una casa enorme en propiedad, su trabajo parece ser sólo una forma de conseguir baratijas inútiles relacionadas con el deporte. Eso es hasta que nos damos cuenta de que todo lo que conoce el protagonista —todo lo es, que va más allá de lo material— se lo debe a su ocupación y a los contactos que ha mediado durante esta. Lanthimos deja claro que en el mundo postcapitalista actual nuestro ser, nuestro ego, nuestra sensación de éxito, está ligada a lo que hacemos para ganarnos la vida. Y eso es algo con lo que el capital ya cuenta. Cabe poca duda de que ya lo sabe.
A lo largo de su carrera Lanthimos ha explorado como el abuso, la jerarquía y el control surgen (para él) de forma natural en la interacción humana. En Canino, Alps y El sacrificio de un ciervo sagrado, el director examina a la familia como institución, deteniéndose de forma especial en la figura del patriarca, capaz de hacer realidades materiales de sus creencias, errores o sentimientos. Los padres de familia de Lanthimos son todopoderosos, de la misma forma que lo es Raymond, el jefe totalitario de Robert. Y la violencia siempre viene cuando alguien pone en duda ese poder, cuando se hace evidente que el control del que disponen solo existe porque alguien se deja controlar. En El sacrificio de un ciervo sagrado es donde esto se ve con mayor claridad. Para el cirujano al que interpreta Colin Farrell su familia no es más que una extensión de él mismo, creada para alimentar su propio ego. Por eso, cuando un personaje como Martin le obliga a sacrificar a uno de sus miembros, el protagonista no lo percibe como un castigo injusto a uno de sus seres queridos sino como un acto de penitencia. La tragedia no está la muerte sino el acto de tomar la decisión. En el daño de ver a su familia suplicar y traicionarse entre ellos. Sin embargo, hay un asunto que el director pone constantemente en la mesa sin llegar jamás a diseccionar. Este es la intersección entre género y jerarquía, entre el control y los roles de género que nos impone la sociedad.
En RMF está volando Plemons es un policía cuya mujer regresa a casa tras varias semanas desaparecida a causa de un naufragio. Pero el regreso de Liz no es exactamente lo que Daniel esperaba y pronto empieza a sospechar que la persona que ha vuelto podría no ser su mujer y no tener las mejores intenciones. Lo mágico y lo alegórico confluyen en una historia que, en mi opinión, es mucho mejor si no la tomamos al pie de la letra. Porque ya durante los primeros minutos, antes incluso de que lleguemos a conocer al personaje de Emma Stone, el guión nos dibuja a Daniel como un hombre manipulador y con una imagen tan idealizada como equivocada de su mujer. El policía, que no duda en utilizar las lágrimas para poner a sus amigos en el compromiso de ver un vídeo que los hace sentir incómodos y también encuentra parecidos entre un sospechoso y su pareja que nadie más consigue ver; indicativo de su percepción alterada. Tras la llegada de Liz, la historia se vuelve intencionalmente ambigua. Los detalles que ponen a Daniel en alerta —el rechazo del gato, el gusto por el chocolate o el cambio en la talla de los pies— pueden ser explicados de forma realista a través del embarazo del personaje de Stone. Por esto, en este punto, lo interesante es analizar cómo los roles de género, y no solo las personalidades de los personajes, actúan como catalizadores de la tragedia.
Liz, el personaje de Stone, se mueve a partir de dos fuerzas que explicita directamente en la escena en la que habla con su padre: el conformismo, algo que parte de ella, y la capacidad de sacrificio, impuesta por la sociedad a las mujeres. A pesar de que sabemos que es una mujer exitosa en su carrera (como, por otro lado, también lo es el personaje de Kidman en El sacrificio de un ciervo sagrado) lo único que la vemos hacer en pantalla es arreglarse, preparar la comida e intentar complacer a Daniel. Bajo la creencia de que «comer algo que no te gusta es mejor que no comer nada o consumirse esperando comer algo mejor» está tan dispuesta a todo por conseguir de nuevo la aceptación de su marido que es capaz de dejar de lado y de forma consciente sus propias convicciones. Daniel, por su parte, es violento e irracional. El hecho de que prefiera ver en compañía de sus amigos un video porno de su mujer antes que otros centrados en sus méritos como investigadora apunta a que su visión de Liz parte y termina en sí mismo. Con RMF está volando Lanthimos parece complementar una de las subtramas más interesantes de El sacrificio de un ciervo sagrado, aquella centrada en las dinámicas del matrimonio protagonista. En un primer momento, podríamos pensar que ambas historias presentan a una pareja con dinámicas similares de controlador y controlada (el ansia de control del personaje de Farrel y la forma en la que usa al de Kidman para conseguirlo se refleja en una escena en donde tienen relaciones sexuales y ella simula estar totalmente inconsciente). Sin embargo, cuando el personaje de Kidman entiende que el de Farrell tiene poder suficiente como para sacrificarla, reniega de su papel sumiso y empieza a usar todas sus armas para intentar conseguir que este sacrifique a alguno de sus hijos. En El sacrificio de un ciervo sagrado, Lanthimos pasa por encima del poder controlador del género, que haría muy difícil para Kidman liberarse del papel de madre esperado por la sociedad. Mientras que el personaje de Kidman solo finge ser controlada, el personaje de Stone se ha rendido totalmente porque no es sólo Daniel el que le exige sumisión. La mujer idealizada es también sumisa. La opresión es múltiple y constante. Con esta idea en mente, Lanthimos nos lanza a la última historia del tríptico. La más divertida pero, también, la más difícil de interiorizar.
Para Emily, el personaje de Stone en RMF se come un sandwich, no hay libertad posible. La única escapatoria ante la asfixia de una vida en familia que, bajo la superficie idílica, se sostiene en violencias, abusos y mentiras, es una secta en la que el control se presenta con amabilidad. El personaje, así, prefiere interiorizar lo irracional a enfrentar la dura realidad aceptada por todos nosotros. Lanthimos siempre ha sido un misántropo y aquí encontramos el mejor ejemplo de su forma de pensar. A lo largo de su filmografía el director griego siempre ha hecho explícitos sus problemas con la jerarquía en las familias tradicionales y la forma en la que condicionan a las personas que forman parte de ellas. Sin embargo, y pese a su rechazo, no sabe proponer soluciones. Si en el primer relato el personaje de Plemons (el único, por cierto, para el que la familia sirve como consuelo, al ser hombre) vuelve al yugo del capitalismo ante la falta de alternativas, aquí el de Stone solo tiene la limitada capacidad de elegir quién la puede subyugar. Porque todos estamos siendo controlados, dice Lanthimos. El director cree que eso nos gusta. Porque bajo su mirada, la libertad es terrorífica; un abismo desconocido. Un concepto tan salvaje y tan extraño que, ni siquiera con el salvavidas de la ficción, deberíamos intentar explorar.
Más sobre Lanthimos:
Sobre la libertad (de follar encima de la mesa) – Episodio de Choquejuergas dedicado a Poor Things
Hay que construir relatos que no sólo diseccionen, que no sólo nos sumerjan en una piscina de intelectualismo, en la que nos sumerjamos a veces haciendo dos o tres saltos mortales, sino que hay que emerger de verdad de la máquina del fango y empezar a construir relatos de esperanza, para que podamos caminarlos, o sólo nos moveremos por odio y rabia, o nos quedaremos quietos en nuestro elevado cinismo y se moverán otros.
Estoy de acuerdo. Hay muchos académicos hablando de la nueva era de la utopía y el metamodernismo como forma de hacer retroceder al fascismo y sí que es cierto que es esencial.
Marta o alguno de los que nos reunímos en esta hoguera, me podríais recomendar algo de bibliografía al respecto. Porque es un tema que por momento y situación vital actual, ahora mismo, necesito.
Gracias en todo caso.
Hola, Jose! Qué es lo que estás buscando exactamente? Representación del capitalismo en la ficción, efectos del sistema en la sociedad, el individuo…?
Buenas Marta. Más de ámbito social y sobre el individuo. Ya que, lo cierto es que la vertiente artística, gracias a Choquejuergas, pues la llevó más refrescada en la cabeza.
Pero a lo que me recomiendes sobre el tema, le pienso echar un ojo.
Que lindo como escribes
Por acá dejo algunas ideas, fundamentalmente sobre la 1ra parte, el control q ejerce el capitalismo en nosotros.
Primero q a pasar de ser cierto q a día de hoy se han conquistado varios derechos laborales esto se tambalea a medida q salimos del mundo desarrollado. Particularmente viví eso en una experiencia de trabajo q tuve en una farmacéutica en Bangladesh y allá vi trabajo infantil y otro cúmulo de cosas típicas de un lugar olvidado de la tierra donde el capitalismo se quita esas caretas de derechos humanos y ejerce su papel como si la civilización no hubiera llegado por allá. Básicamente son gente q no tiene derecho a ningún tipo de descanso y viven con un miedo a extremo a perder su empleo. Fue una experiencia fuerte.
Lo segundo es una idea vinculada a la primera de las historias q comentas, Marta. Ya tenemos tan interiorizado la idea de funcionar como una empresa q muchas personas q me rodean me comentan q no soportan la sensación de no hacer nada, q se sienten inútiles. Me asombra la capacidad q ha desarrollado el sistema para propagar la mentalidad de empresa a todos los aspectos de la vida. Es algo q leía en estos días en Realismo Capitalista (libro al q llegué pq lo mencionas mucho) q en la sociedad de control no existe mejor controlador q nosotros mismos, nosotros q cada vez más llevamos el trabajo mas allá de las horas de trabajo.
Aquí hacer un apunte, sí creo q a día de hoy la tecnología no está lo suficientemente desarrollada como para q los humanos nos desentendamos del trabajo (independientemente del sistema político q sea) y si queremos q muchos sistemas de la sociedad funcionan se requiere de trabajar con disciplina y profesionalidad, ejemplo, los alimentos no van a ir solos desde el campo a una cadena de tiendas.
Conquistar la libertad de hacer lo que queramos es un lujo de clase, un obrero no tiene la capacidad de desentenderse del medio de sustento económico.
Por último, sobre la incapacidad del director para proponer una alternativa a los mecanismos de control. Quizás se deba a la falta de referencias, debido a q en la historia de la humanidad no existe una experiencia de este estilo. Y cada vez más me convenzo q para acercarse siquiera a eso sería imprescindible un movimiento de clase mundial, un país por si solo no puede funcionar de forma diferente y a su vez funcionar en el contexto de un mercado capitalista mundial, o al menos me parece muy poco probable.
Casi me sale un fragmento del Manifiesto Comunista aquí, perdón por la extensión. Abrazo fuerte Marta.
@MartaTrivi A propósito de lo q comentas de la falta de imaginación de Lanthimos para proponer aprovechando el contexto de la ficción nuevas realidades, una realidad mas allá de la sociedad de control; hace un tiempo leyendo un artículo de una revista sugerían el libro "Everything for Everyone: An Oral History of the New York Commune, 2052–2072", donde juegan a proponer una visión sobre una New York comunista. No la he leído pero al parecer sí hay gente q se atreve. Abrazo Marta.
@MartaTrivi En ese artículo donde leí la sugerencia comentaban: "Las ideas sobre una sociedad futura no nos llevarán por sí solas a un futuro mejor, pero las ideas pueden funcionar como puntos de orientación para la lucha colectiva"