Nota: en este texto se revelan detalles de la trama de ‘El club de la lucha’ y del final de ‘Hombre lobo‘
Cuenta Laura Bates en Los hombres que odian a las mujeres que en los últimos años le resulta cada vez más complicado realizar actividades feministas en centros educativos. La periodista y escritora, que lleva desde el 2012 posicionada como una de las principales activistas online a favor de los derechos de las mujeres, investiga en su ensayo las diferentes comunidades misóginas que actúan dentro y fuera de internet y señala a sus rostros más visibles como culpables de una rápida radicalización entre los jóvenes. Y Bates explica que uno de los síntomas de este viraje a la derecha es que los niños y los adolescentes ya no se muestran, ni siquiera, dispuestos a escucharla. Las charlas que lleva más de una década impartiendo en colegios e institutos son ahora desagradables, no sólo para ella sino también para el resto de asistentes femeninas, en especial para aquellas que sí están interesadas en lo que tiene que decir. Es en este punto del texto cuando pide ayuda. Según Bates, estos chicos van a dudar de cualquier tipo de mensaje que les llegue de boca de una mujer y es por eso que cree que los hombres feministas, y más específicamente aquellos activistas de izquierda organizados, deberían intervenir. Hablar con los chavales y discutir con ellos aprovechando que los ven como un igual. Tomar un rol activo en su educación antes de que otros se aprovechen de nuestra pérdida colectiva de imaginación.
La falta social de deseo —la forma en la que, como sociedad, parecemos incapaces de imaginar, y por tanto desear, un mundo mejor— es uno de los temas más explorados por parte de la filosofía anticapitalista de las últimas décadas. Según algunas teorías, si el sistema actual perdura a pesar del agotamiento de los cuerpos, del entorno y del propio capitalismo es, en parte, porque hemos dedicado demasiado tiempo a pensar en el colapso y en la distopía en lugar de lugar de reflexionar sobre las posibilidades ilusionantes de un mundo alternativo. Para filósofos como Amador Fernandez-Sabater, no es la falta de información lo que impide que «los cuerpos» se movilicen para exigir un cambio sino el daño interno producido por la precariedad. Y lo que necesitamos para sacarlos del estupor no son tanto nuevos políticos o mejores fact-checkers como nuevas fronteras de lo posible: «Es preciso transformar el deseo de venganza en deseo de cambio. […] No sólo a través de la Ley y la “verdad”, sino de una redisposición del cuerpo, una recreación de los vínculos, una reimaginación de lo posible.»
A pesar de que el machismo precede al capitalismo, es fácil llegar a la conclusión de que lo que se ha llamado en los últimos años «crisis de la masculinidad» se produce también, al menos en parte, por la falta de deseo. Por la incapacidad de muchos hombres —pero en especial de los heterosexuales y blancos— para imaginar una forma de definirse en el mundo separada de los antiguos y constrictivos roles de género, asentados en la violencia. Un ejemplo de este vacío dejado por el agotamiento de los roles tradicionales y la falta de elementos para la construcción de una nueva identidad masculina es el regreso de los hombres estadounidenses más jóvenes al seno de la iglesia, a una visión antigua de lo que es ser hombre. Por primera vez en la historia del país, las iglesias, en especial las evangélicas, están recibiendo una mayoría de asistentes masculinos que parecen seducidos por su «sencilla» visión del mundo, en la que los hombres tienen un claro papel como líder y soporte de una familia tradicional: «Los hombres jóvenes en esta iglesia están buscando liderazgo, están buscando claridad, están buscando significado», explica el pastor Bracken Arnhart que, posteriormente, los describe como «hambrientos». El «problema» para muchos de estos hombres, y para la iglesia como institución, es que las mujeres están abandonando progresivamente este tipo de mensajes. El vacío es general; la búsqueda, común. La respuesta, sin embargo, parece separar a los hombres del resto de la sociedad.

Fue El club de la lucha la primera ficción que situó este vacío masculino en el centro del debate mainstream. En la novela de Palahniuk un treintañero insomne y solitario, atrapado por un trabajo repetitivo y una vida emocional insatisfactoria, funda un club masculino centrado en la expresión de la violencia que la sociedad moderna le obliga a reprimir. Pero como es de esperar, la ideología del grupo, en el que la única guía es la masculinidad más agresiva, se va haciendo progresivamente más radical, antisistema y antisocial; culminando en un acto terrorista decididamente ambiguo (aunque efectivo) en el marco en el que se presenta. Dejando de lado algunas tendencias burguesas típica de la época pre-crisis, El club de la lucha sigue estando vigente. La soledad y la alienación de su protagonista, que sólo cuenta con el consumismo para aliviarse, su incapacidad para establecer relaciones significativas y la forma en la que la producción y la venta de objetos en masa termina por cancelar su individualidad, son síntomas del neoliberalismo presentes en la historia que, desde los 90, solo se han agravado. En su novela, Palahniuk (que a lo largo de su obra se sitúa siempre como partidario de de las soluciones individuales y el status quo) rechaza la violencia —la revolución hiperdestructiva que propone su antagonista— a causa de un miedo explícito a aquello que vendrá y que él no se atreve ni a imaginar. Lo que también hace es señalar con timidez un camino. Dar una pequeña respuesta. Quizás para luchar contra el vacío lo mejor es aprender a mostrarse vulnerable e intentar conectar con aquellos que nos rodean. Buscarse una novia, si queremos verlo en su forma más literal. No es perfecta pero es una respuesta al fin y al cabo. Quizás de las pocas que nos encontramos en las historias de vacío masculino y su intersección con la ideología y la sociedad.
Casi 30 años después de la publicación de El club de la lucha, el discurso popular alrededor de la masculinidad y el vacío identitario de los hombres no ha avanzado demasiado. Una de las últimas películas en abordar el tema es Hombre lobo, dirigida por un Leigh Whannell que sigue explorando ideas relacionadas con el feminismo tras el éxito hace ya cuatro años de El hombre invisible. Las intenciones discursivas de Hombre lobo quedan claras desde su mismo prólogo, una larga secuencia pensada para hacer funcionar por contraste el inicio y el final de la película. Durante esta introducción, ambientada durante la infancia del protagonista, podemos ver la relación entre Blake y su padre, un hombre tosco que, incapaz de mostrar de forma sincera el amor y la preocupación que siente por su hijo, lo trata con una brusquedad y una rigidez que termina por abrir una brecha entre ambos. Blake teme a su padre porque este solo sabe recurrir al miedo y las amenazas para conseguir lo que necesita. Por eso, el encuentro con el «senderista perdido» acaba finalmente en fracaso, porque Blake no entiende lo que está pasando y el padre está demasiado alienado como para hablar con su hijo de forma sincera y tratarlo como a un igual. Cuando tras los créditos saltamos al presente, comprobamos que Blake ha conseguido superar los traumas de su infancia y parece tener una relación estupenda con su hija Ginger. El hombre no solo la escucha y dialoga con ella, sino que se preocupa porque se sienta querida y porque comprenda cada una de las reglas que impone como padre. Pero haber conseguido esquivar los errores de su padre no hace que Blake tenga una vida plena. La relación con su mujer —resentida por la cercanía entre él y Ginger— es bastante tensa y él parece avergonzado por no tener un carrera laboral tan vistosa como la de ella. En este primer tercio (desde el inicio hasta que llegan a la casa) la historia plantea y explora la idea de que «revertir» los roles de género no es ningún tipo de solución y lo único que conseguiría es crear nuevas frustraciones. Es, entonces, cuando el guion introduce La Maldición.

Como artefacto narrativo, la licantropía puede tener diferentes lecturas según las necesidades de los protagonistas de la historia. En películas adolescentes, la transformación sirve para discutir los cambios incontrolables (y terroríficos) en los cuerpos jóvenes, mientras que, en historias más maduras, ha servido como una herramientas para introducir temas de raza y de clase (Hemlock Grove, a pesar de ser bastante mala, utiliza esta carta de forma interesante). No obstante, uno de los usos tradicionales de la licantropía como maldición pretende explorar el peso del legado familiar, específicamente en las relaciones paternofiliales. Hombre lobo recoge este uso pero afila un poco más la metáfora. Lo que aquí pasa de padres a hijos no es sólo un defecto genético que lleva a la pérdida de la identidad propia en las noches de luna llena sino una enfermedad que te aísla de aquellos que quieres, que te hace incapaz de comunicarte y que, en última instancia, te puede llevar a dañarlos. La licantropía en Hombre lobo es una enfermedad que se llama patriarcado.
Al final, la cinta de Whannell plantea sus temas en la primera mitad pero no los explora en la segunda. Ginger y Charlotte, la mujer de Blake, terminan por sanar su relación ante la amenaza externa porque (más allá del capitalismo, que las mantiene alejadas) no encuentran ninguna barrera social que impida su cercanía. Ambas salen más fuertes de la experiencia, en un clímax que espeja prólogo para mostrar cómo su vínculo es bastante más sano y sincero que aquel tocado por la vertiente más tóxica de la masculinidad. Pero el final es amargo para Blake. El protagonista encuentra dolor en la masculinidad tradicional y también en su intento por revelarse contra esta. No hay solución para su maldición patriarcal, ni esperanza alguna para los espectadores que también la buscan. Y tampoco es responsabilidad de la película ofrecerla. El arte debe plantear preguntas sin la obligación de encontrar ninguna respuesta. Sin embargo, teniendo en cuenta lo mucho que se necesitan, es buen momento para intentarlo.
¡Que buen texto! Me ha encantado 🙂