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En la que es, quizás, la escena más importante de The Bikeriders, Johnny se encuentra a sí mismo. Sentado en la sala de estar de su pequeña casa unifamiliar en las afueras, y mientras su mujer atiende a sus dos hijas pequeñas, el personaje de Tom Hardy sufre una revelación de la que ya no puede escapar. Lejos de ser un ciudadano ejemplar, un camionero que encadena kilómetros para ofrecer a su familia todo tipo de comodidades burguesas, él es un rebelde. Un inconformista. Más en concreto, es el personaje que Marlon Brando interpreta en Salvaje. Todo lo que sucede en la película de Jeff Nichols deriva de este momento, un instante tan grave como intrascendente, tan frívolo como sustancial. Johnny decide fundar un club de moteros porque no puede escapar de esa verdad sobre sí mismo. Benny se une al club porque es la única forma que tiene de lidiar con las expectativas sociales del momento y Kathy se enamora de Benny, precisamente, por el sentimiento de libertad que encuentra viajando en su moto. Todo vuelve a ese instante en frente de la televisión. Porque en un mundo vacío, en una sociedad desconectada, las películas pueden ser más reales que la realidad.
The Bikeriders se ambienta en su mayor parte en los años sesenta, un periodo clave en la construcción de la narrativa del sueño americano —por eso es la década más referenciada entre los conservadores actuales—, que en la ficción contemporánea se ha recontextualizado como una pesadilla de carácter existencial. Desde Mad Men a Don’t Worry Darling, pasando por American Graffiti o Pastoral Americana, reflejan una desafección entre una América blanca y acomodada que parece no saber en qué parte de la perfecta postal de la época debe encajar la incómoda realidad de su existencia: «cada ama de casa de los suburbios luchaba sola contra ello», escribe Betty Friedan1 en La mística de la feminidad. «Mientras hacía las camas, iba a la compra, combinaba el material de las fundas, comía bocadillos de mantequilla de cacahuete con sus hijos, hacía de chófer de los scouts o se acostaba junto a su marido por la noche temía hacerse incluso a sí misma la pregunta silenciosa: ¿eso es todo?». Friedan llama «el malestar que no tiene nombre» a una dolencia común entre las amas de casa de la época derivada de la soledad de la vida hogareña, la dependencia económica y el retroceso en los derechos de la mujer. Pero de la misma manera que el rol de la mujer se hizo más y más estrecho, también lo hizo el de unos hombres que, a pesar de tener libertad para socializar, desarrollarse plenamente en sus carreras y tomar decisiones económicas, tenían la obligación de sustentar a sus familias con un solo sueldo mientras mantenían una imagen estoica y autosuficiente.
El vacío existencial de la clase media norteamericana de los sesenta venía de la incapacidad para ajustarse a los moldes sociales disponibles; unos moldes que no partían de la realidad sino del mundo de la publicidad y la propaganda: «Los bancos de imágenes están llenos de estampas felices de la era Eisenhower. Documentan los más diversos aspectos de la vida suburbana: niñas jugando con su hula-hoop, mujeres cocinando, maridos regresando a casa o familias enteras mirando la televisión. ¿Pero son reales o más bien se trata de actores recreando situaciones cotidianas con fines publicitarios?», nos pregunta uno de los textos contextuales en la exhibición Suburbia del Centro de cultura contemporánea de Barcelona. Al final de la visita nos queda bastante claro que muy poco de lo que relacionamos con los Estados Unidos de los sesenta es auténtico. Por eso, para escapar de su vida de anuncio, Johnny necesita verse desde fuera. Verse en una pantalla.
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En I Saw the TV Glow, la segunda película de Jane Schoenbrun, la suburbia norteamericana está ya en decadencia. Corre el año 1996, y Owen y Maddy son dos adolescentes que han desarrollado una extraña fijación con una serie de televisión para chicas protagonizada por dos jóvenes con poderes sobrenaturales. Y como ambos personajes sufren el mismo tipo de soledad que las amas de casa en los sesenta; como también habitan una realidad y unas identidades tan falsas como las de Johnny, terminan por verse en esas tramas, en esas historias. «El tiempo no funcionaba correctamente», dice Maddy en cierto momento intentando explicar su malestar a Owen. «De repente tenía 19 años. Y luego 20. Me sentía como una de esas muñecas dormidas en el supermercado. Disecada. Y entonces tenía 21. Como capítulos que te saltas en un DVD. Me dije a mi misma, “esto no es normal. Esto no es normal. Así no se supone que debe sentirse el estar vivo”». Poco después, Maddy cierra su tesis: «The Pink Opaque es más real que esta realidad».
La intersección entre identidad, ficción y tecnología es la clave en el cine de Schoenbrun. Sin embargo, el ingrediente secreto, aquello que sirve de base en la caracterización de todos sus personajes, es la alienación y su consiguiente soledad. En el caso de Casey, la protagonista de We’re All Going to the World’s Fair, la alienación proviene de sus propias circunstancias: huérfana de madre y con un padre frío y ausente, vive en una casa aislada sin más compañía que YouTube. La situación de Maddy, y en especial de Owen, es más complicada. Aunque Maddy es consciente de que su dificultad para conectar con los otros nace del hecho de que «le gustan las chicas», como ella misma anuncia, no puede vivir abiertamente su sexualidad ni presentarse en ese mundo homófobo de forma transparente. Owen, por su parte, no tiene muy claro de dónde proviene exactamente esa angustia existencial que, claramente, ha abierto una brecha en la relación con su padre. Cuando Maddy le pregunta si le gustan los chicos o qué es exactamente lo que le gusta, sólo puede llegar a decir que le gusta la televisión. El escapismo. I Saw the TV Glow es un viaje surrealista hacia el interior de Owen que nos hace testigos tanto de los componentes sociales de la soledad (el bullying, el duelo) como de aquellos otros que podemos pasar toda la vida intentando concretar. Pero Schoenbrun jamás lidia con la soledad de sus personajes, es más, cualquier intento de conexión se presenta en ambas historias como amenazante y potencialmente peligroso. Cuando Casey por fin encuentra a alguien similar a ella en la parte más oscura y extraña de internet, la reunión entre ambos se nos cuenta en off y con un tono desafectado e incómodo. El reencuentro entre Owen y Maddy que vemos hacia la mitad de I Saw the TV Glow es el momento más surrealista e inquietante del metraje porque, parece, todos los personajes están obligados a estar solos. Solos con el horror de saber exactamente que existe un mundo mejor. Un mundo en el que sí encajan.
Buscar —y encontrar— nuestra identidad en una pantalla tiene sus limitaciones. En algún momento tenemos que levantarnos del sofá. Tras su revelación en The Bikeriders, Johnny sale de casa dispuesto a formar un club de moteros que le sirva de escape frente a la sociedad rígida y uniforme de los sesenta. Pero en el mundo posmoderno, Owen, Casey y Maddy no tienen esa posibilidad. La sociedad, como bien les ha enseñado el cine, es irrelevante frente al individuo. Nosotros somos para nosotros mismos, nunca en relación con los demás. Al final de su crítica de Del reves 2, mi compañero Alberto Corona se centra en una comparación con Red. Ambas películas tratan del paso entre la niñez y la adolescencia y la manera en la que dos chicas jóvenes intentan descubrir quienes van a ser de cara a su vida adulta. Pero mientras que Del revés 2 construye a Riley sólo a partir y a través de sus emociones, la cinta de Domee Shi tiene un enfoque más generoso: «La identidad en Red se forjaba a partir de los seres queridos, de la comunidad», escribe Corona. Antes ya apuntaba: «Red emplazaba la historia de Mei en unas circunstancias muy detalladas, que además de justificar su transformación en panda según una herencia familiar y cultural concreta —sus padres eran inmigrantes chinos que la habían criado en Toronto—, conducía a que el progreso dramático dependiera de las aficiones de Mei y, sobre todo, de su grupo de amigas. Tan importante era el panda como la pasión por la música de su boy-band favorita y el hecho de tener amigas en las que apoyarse durante un trance tan complicado. Mai era quien era por lo que le gustaba y le rodeaba».
En el individualismo extremo estadounidense actual se nos empuja a conocer y definir quienes somos en el vacío pero no a buscar nuestra identidad en la relación con los otros. De ahí parte el regusto amargo que nos dejan las películas de Jane Schoenbrun. Verse reflejado en una pantalla —lo que llamamos representación— es solo una parte de una ecuación que debe completarse con ayuda de la sociedad. Tan importante son las etiquetas que nos singularizan como aquellas que nos hacen pertenecer a algo más grande que nosotros. Igual de necesarias son las que nos hacen entender nuestras pulsiones internas como aquellas que nos colocan en un lugar concreto del mundo frente y para los demás. Por eso I Saw the TV Glow acaba con un grito. Un alarido de angustia como reflejo de una profunda soledad. Porque saber quién eres no es una victoria si no existe alguien, un otro, que lo pueda hacer real.
- Por supuesto que es intencional lo de citar a Friedan, fuerte opositora a los derechos LGBT+, en un texto sobre une directore queer. Matemos a los autores, saqueemos sus cuerpos y apropiémonos de sus mejores ideas. FUCK TERFS. ↩︎
Lecturas y audios relacionados:
Un episodio sobre lo difícil que es ser hombre – Episodio de Choquejuergas dedicado a The Bikeriders
Crítica de Alberto Corona dedicada a Del revés 2
Entrevista con Jane Schoenbrun en la que habla de cómo cerrará su «trilogía de las pantallas»
Hola Marta, este nuevo tema me ha costado un poco más seguirlo. Pero igual dejo por acá algunas observaciones:
Al final entiendo q defiendes la visión o al menos un sentimiento de comunidades frente al espíritu individualista q caracteriza un poco el mundo moderno, tanto para encontrar tu identidad personal y como forma de vida en general. Me gusta esa línea de pensamiento y creo q es cierto q una red de amigos es clave en eso (como muestra la peli Red)
Otro ejemplo es lo q haces con el club de jocs. Imagino lo bien q se debe sentir formar parte de ese grupo y compartir y debatir entre gente de bien. Y sobre todo ese cercanía física que a veces se pierde entre tanta redes social cada día mas cansinas.
Quedaría por ver y pensar como trasladar ese espíritu comunitario a zonas de influencia que transformen la sociedad. (La pequeña dosis de infusión ideológica)
Abrazo Marta.