I see you’re going
So I play my music, watch you leave
(Music To Watch Boys To — Lana del Rey)
En su análisis de Priscilla, la videoensayista Maia, del canal Broey Deschanel, recurre al texto Heroína pura, de Jia Tolentino, para señalar lo que identifica como una tendencia perniciosa en los últimos biopics centrados en mujeres. Según Maia, películas como Jackie, Las horas, Blonde o Spencer tienen una fascinación insana con el sufrimiento y la tristeza femenina, hasta el punto de centrar la narrativa en los peores momentos de la vida de las protagonistas, para apartar la cámara en los instantes de felicidad. «Tenemos que preguntarnos “¿Por qué Coppola ha hecho esta película?” […] Podríamos argumentar que lo ha hecho para darle a Priscilla la voz que le niega Baz Luhrmann pero, ¿lo consigue?». Aquí es donde el vídeo se apoya con fuerza en las palabras de Tolentino, ignorando que Heroína pura es un herramienta para analizar la ficción; para entender por qué las niñas de los cuentos se definen por su curiosidad, valentía y capacidad para alterar el mundo que las rodea mientras que las adultas están determinadas por sus traumas, su pasividad, su circunstancias y su tristeza. Tolentino señala con acierto cómo el cine y la literatura está plagado de niñas actantes —desde Pipi Calzargas a las heroínas infantiles de Ghibli— y de adultas que se mantienen pasivas ante sus pequeñas y grandes tragedias. Pero, la Priscilla de Priscilla, y este es un matiz importante, no es un personaje de ficción. Es mucho más real que la Marilyn de Blonde o la Diana de Spencer porque Priscilla es una adaptación extremadamente fiel de Elvis y yo, una autobiografía en la que Priscilla Presley tiene mucha más agencia de la que podríamos pensar en un primer lugar.
«Salí rumiando del cine que Priscilla, dada su edad, género y circunstancias concretas, es un personaje secundario en su propia vida», apunta la videoensayista, que también recurre a la crítica de Nicholas Barber para la BBC a la hora de definir a la protagonista como una «observadora pasiva de su propia existencia». Maia cataloga Priscilla como una «sad girl movie» (película de chica triste) muy en sintonía con otros trabajos de Coppola como Las vírgenes suicidas. Se refiere aquí a cintas centradas en tragedias femeninas altamente estilizadas, en la que la estética está pensada para infundir en el espectador cierto sentimiento melancólico. Pero la etiqueta «sad girl» no solo se aplica al cine. Y, en el ámbito musical, la chica triste por excelencia no es otra que Lana del Rey, cantautora que en sus primeros años utilizaba una estética inspirada por la propia Priscilla Presley. Con el pelo en un gigantesco bouffant, cejas finas e hiperdefinidas y un marcadísimo delineado en negro, Lana se presentaba a principios del 2011 encarnando una versión de la Gran Tragedia Americana capaz tanto de moverse en el espacio-tiempo como de trascender las normas de clase. Pese a esto, Lana siempre es mujer (una mujer que se parece a Priscilla) y su tragedia pasa a menudo por el filtro de la feminidad.
En Diez maneras de amar a Lana del Rey: una investigación pop, el crítico musical Luis Boullosa explica el sinsentido de poner a prueba la autenticidad de Lana. Lana es siempre Lana y, además, Lana es siempre Norteamérica. Lana es ficción y es realidad porque, interprete a quien interprete (desde la típica camarera de la América profunda que aparece en White Dress, a la hipster neoyorkina de Brooklyn Baby, pasando por la trabajadora sexual de Ride), siempre responde a las mismas sensibilidades emocionales y estéticas. Por esto, no es que del Rey copie a Priscilla sino que encuentra en ella; en su figura y en su imagen cuidada, pulida y definida por un hombre, las herramientas que necesita para construir más allá de la música.
Y aquí es cuando este texto se pone peliagudo.
Lana del Rey no es feminista. En el terreno personal, ha expresado varias veces su creencia de que el feminismo mainstream deja de lado sus sensibilidades personales mientras que, en el plano artístico, parece interesarse más por la «belleza» dentro de la mística de la feminidad tradicional que por ese «malestar» que identificaba Betty Friedan. Del Rey idólatra la performance de la feminidad (ella es, a fin de cuentas, performativa en todos sus ámbitos) de una manera que dota de valor la vida de las mujeres en los márgenes mientras que, al mismo tiempo, romantiza los sistemas que las violenta, las mata o las deja olvidadas allí. Cuando Lana habla de relaciones de pareja abusivas, minadas por la violencia y las dinámicas de poder, consigue, al mismo tiempo, presentar la situación como «romántica», «emocionante» o «interesante», al referirnos a mitos y narrativas conocidas, y dotar de una notable humanidad a las mujeres que las sufren. Todas las diferentes Lanas aman, odian, desean y crecen. Son mujeres que viven (y mueren) en los márgenes de la masculinidad, pero que viven, a fin de cuentas. Y sus vidas, dice Lana, también son interesantes y profundas. Vidas simbólicas que merecen y deben ser narradas.
Uno de los trucos que Lana del Rey utiliza para dotar de (falsa) agencia a las mujeres que encarna en sus canciones pasa por convertir en activas acciones pasivas y viceversa. «’Cause you’re just a man, it’s just what you do, your head in your hands as you color me blue», canta Lana en Norman Fucking Rockwell, estableciendo un contexto por el cual los hombres actúan sin pensar en sus acciones (no pueden evitar ser como son), mientras que las mujeres son capaces de entender cosas como «lo mala que es su poesía» o el hecho de que el resto de poetas lo desprecian (por supuesto, esto es una retórica que infantiliza a los hombres pero, a la vez, les permite convertir su incompetencia en un arma para relegar el trabajo en las mujeres). En Music To Watch Boys To, por poner otro ejemplo, lo importante no es lo que está haciendo el hombre sino el hecho de que la mujer lo está observando mientras lo hace. El valor aquí lo pone la mirada. En esta canción en concreto, la mujer que observa también tiene un secreto, el hecho de que, cuando hace exactamente lo que quiere el hombre, en realidad está ejerciendo lo que ella interpreta como una sutil forma de manipulación (Play ‘em like guitars, only one of my toys). Estos dos conceptos —el del poder de la mirada y los secretos tras ella— están muy presentes en Elvis y yo.
A la hora de acercarnos a la biografía de Priscilla es esencial entender que el libro se publicó en 1986, más de 15 años después de la muerte de El Rey. Todo el crecimiento y la deconstrucción que la autora detalla en los últimos capítulos del libro —cambios internos que la llevan a rodearse de amigos, disfrutar de sus hobbies y, finalmente, mudarse a otro estado— han cambiado a Priscilla, que ya no es la reina del baile adolescente con ganas de agradar que aparece en el primer capítulo. En Elvis y yo, Priscilla observa a Elvis y las dinámicas en su relación con el mismo tipo de «mirada activa y secreta» que utiliza Lana. Así, todo se resignifica. La Priscilla-escritora sabe lo que está haciendo, cuál es la imagen que quiere proyectar, y escoge las escenas y su planteamiento para ajustarse a ella. Por esto, aunque el libro nunca dice directamente que Elvis es una persona en extremo manipuladora, Priscilla se encarga de mostrarlo en múltiples escenas, desde aquella en la que Elvis compra quads para todos sus amigos con el objetivo de que se queden en Graceland en lugar de volver con sus familias, o aquella en la que presiona a la propia Priscilla para que jamás se vaya a dormir antes que él. Aunque la escritora construye estas escenas con palabras como «generoso» o «necesitado», la idea que queda en el lector es otra: la de que la autora es consciente de la manipulación que sufre y la cataloga como algo negativo. Esto es mucho más evidente en la escena de la pelea de almohadas, un pasaje que, esta vez sí, encontramos en la película. En la escena, Elvis, que está obsesionado con la imagen hiperfemenina de su entonces novia, juega con ella en la cama. Ambos está representando la idea del cantante de una pelea de almohadas: se golpean de broma y se ríen como si todo se tratara de una película, como si fueran actores y alguien los estuviera mirando. Sin embargo, en cierto momento, Priscilla confunde la fantasía de Elvis con la realidad que ella está experimentando y lo golpea un poco más fuerte de lo que él espera. La respuesta del cantante no es solo agresiva —le pega un puñetazo— sino confusa para la joven. El Rey espera que ella sea siempre delicada, lo opuesto y complementario a él. Como él quiere ser fuerte, entonces ella debe ser, en todo momento, muy débil. Como él quiere ser masculino, entonces Priscilla debe ser, por defecto, más femenina que nadie.
La obsesión de Elvis con la imagen (hablamos de un tipo que cuyo único comentario tras ver a su hija recién nacida fue un halago hacia su color de pelo oscuro) y la forma en la que lo perciben es una constante en la biografía. Por eso precisamente, el efecto de la mirada de la autora es tan contundente. Priscilla pasa de mirar a Elvis como una estrella a verlo como un hombre con múltiples defectos. Un hombre con traumas sexuales (Rita Moreno comenta en su propia autobiografía que Elvis se contentaba con besarla y mirarla y nunca quería mantener relaciones sexuales con penetración. La autora lanza la idea de que era incapaz de hacerlo), con problemas para establecer relaciones en igualdad (sus mejores amigos también eran sus empleados) y con un extraño concepto de la masculinidad. Y la película de Sofia Coppola recoge todo esto. Solo en la superficie Priscilla es una película de una joven triste que observa a una gran estrella. En realidad, es la historia de una mujer cuya mirada es capaz de romper con la «historia única» de un mito americano. La de una mujer que, mirando, tiene la habilidad de atravesar la mentira que Elvis pretendía levantar.
A la hora de crear una adaptación fiel, Sofia Coppola no solo mantiene las ideas del texto, sino que se despega visualmente de la imagen de Elvis y la forma en la que él quería ser percibido. Por ejemplo, aunque la película recrea el maquillaje y la ropa que la protagonista usaba en esa época, se decanta por una paleta de colores apagados, lejos de la estridente fantasía preferida por el cantante. La carrera de El Rey queda en todo momento en un segundo plano, y solo nos enteramos de sus movimientos cuando Priscilla lo mira a través de las revistas, dándole el valor de la atención. Desde luego, la protagonista lleva una vida solitaria y trágica pero, como una de las mujeres de Lana, se convierte —con su mirada y secretas opiniones rebeldes— en la reina del pequeño espacio que puede habitar. Esto no es bueno, ni empoderante, ni activo, pero es real. Y si el resto de opciones pasan por modificar las palabras de una mujer que ha estado demasiado tiempo en silencio o por desdeñar una historia cuya pasividad puede resultarnos incómoda, entonces me quedo sin duda con el trabajo de Coppola. Priscilla escapa a muchas herramientas de análisis feminista y quizás sea porque su autora también lo hace. Porque, como Lana del Rey, Priscilla Presley habita un espacio suave (y peligroso) en el que solo existe la feminidad. En una performance «para los chicos» que, sin ella, no son nada.
Me quiero casar con este texto. Es una maravilla.