Cory Doctorow sitúa Walkaway en la intersección entre la distopía y la utopía; en la mismísima frontera en la que nos suelen abandonar otras muchas historias. La novela comienza cuando sus protagonistas, que habitan en una sociedad demasiado similar a la nuestra en la que la desigualdad es ya insoportable, deciden dejarlo todo y «echarse a andar» para integrarse en un tipo nuevo de comunidad autogestionada que ha surgido en los márgenes. Lo más interesante de la propuesta lo encontramos en unos primeros capítulos en los que el autor no duda en detallar el funcionamiento de esta comunidad y las dificultades para adaptarse a ella que encuentran unas personas de izquierdas que han crecido en una sociedad impactada por el neoliberalismo y el capitalismo tardío. La utopía de Doctorow no cree en la propiedad privada, ni en el consumismo, ni en el trabajo asalariado, ni tampoco en la relaciones amorosas y sexuales exclusivas. Rechaza a la familia tradicional como núcleo de la sociedad, y atiende con mimo a las diferentes identidades raciales, sexuales y de género con el objetivo de convertirlas en el futuro en algo accesorio. Y nos guste o no su propuesta, sea este nuestro modelo utópico o no lo sea del todo, lo importante es que Doctorow hace un planteamiento en firme. El autor se compromete con el lector y se toma la tarea de hacernos pensar absolutamente en serio. Lejos de agarrarse a las salvaguardas narrativas habituales por las cuales hay que «derrotar» al gobierno distópico antes de empezar a construir algo novedoso, Doctorow se inspira en momentos reales de la historia —como el paso de la sociedad feudalista a la capitalista— para presentar un tablero en el que, en una tensa espera, ambos tipos de sociedades aún conviven.
No es perfecta, la novela de Doctorow, pero, desde luego, es audaz. Aunque el tecnoptimismo de su autor se hace central e ineludible una vez se plantea el conflicto principal, el inicio de la historia planta unas bases filosóficas que nos remiten a El hombre unidimensional de Marcuse y, en concreto, a su concepto del «gran rechazo» que, en esta historia, se convierte en algo literal. El desasosiego juvenil descrito por el filósofo se expone aquí en una fiesta durante la cual los personajes principales tienen ocasión de discutir su estado de alienación y su falta de fe en los valores que sustentan la sociedad. La solución es evidente: rechazar esos valores (que no dan más de sí por mucho que intenten transformarlos), dejar atrás la sociedad y empezar de nuevo en otro sitio, bajo otras sensibilidades. Los personajes, por tanto, inician un viaje con el intento de revitalizar el deseo de vivir y la conexión con la comunidad. Un éxodo hacia lo desconocido, hacia la emancipación, que en la novela se convierte en algo con posibilidades infinitas.
Lo que plantea Doctorow en Walkaway es lo opuesto de lo que presenta Coppola en Megalópolis. Paradójicamente, ambas historias se inician en las mismas coordenadas: desde una sociedad al borde del colapso que debe encontrar la forma de reinventarse o morir. Pero mientras que el optimismo de Doctorow le lleva a creer que podemos encontrar y crear algo mejor y más justo que aquello que ya conocemos, Coppola, temeroso, decide aferrarse al pasado lanzando un alegato por recuperar los valores que, según él, hicieron de Estados Unidos un gran imperio: desde el individualismo a la pseudomeritocracia, pasando (lo creamos o no) por el positivismo y el orden patriarcal. Es difícil considerar a Megalópolis una película honesta cuando hace enormes esfuerzos por ocultar las bases filosóficas contradictorias que maneja. Coppola cita libre y descontextualizadamente a una enorme cantidad de filósofos clásicos y existencialistas, no como una forma de traspasar sus conceptos a la película sino para intentar disfrazar esta de propuesta de intelectual. Para el director, la decadente sociedad actual es consumista y superficial y, por tanto, necesita para salvarse abrazar las artes, la cultural y el pensamiento clásico. Pero las citas filosóficas en Megalópolis no son más que otro componente estético pensado para remitirnos a la época clásica, como también lo son el vestuario o la peluquería en las actrices. Y establecer esta asociación visual con Grecia y la Antigua Roma es importante porque la tesis central de la película, ni puede llegar a cuestionarse, ni es en sí demasiado sólida. Coppola construye Megalópolis sobre la teoría, ya en desuso, que vincula el declive del imperio romano con la degeneración de su sociedad para, después, en una doble pirueta con tirabuzón, poder afirmar que su país se encuentra en el mismo estado de deterioro que Roma antes de su caída. Incluso aunque podamos pasar por alto que la cinta no se sostenga a nivel histórico-teórico, es imperdonable la forma en la que se niega a mantener un diálogo con el espectador. Porque Coppola ignora a Nieszche y tampoco conoce a Mark Fisher. El director no entiende que podamos ser nihilistas.
En su conocido ensayo Realismo Capitalista, Mark Fisher habla de cómo sus alumnos de un centro de formación profesional parecen incapaces de enfrentarse a la realidad y, en su lugar, se refugian una y otra vez en una burbuja de placer inmediato. Fisher llama a este estado, que los lleva a escuchar música a todas horas (incluso durante la clase) o a jugar a videojuegos hasta altas horas de la noche, «hedonismo depresivo», un concepto que vincula posteriormente a la falta de deseo. Y cuando Fisher habla de deseo no se refiere a la capacidad para querer o no querer cosas sino a la falta de metas, valores o lo que Nietzsche llamaba «ideales excepcionales», algo simbólico, capaz de dar sentido a sus vidas. En definitiva, Fisher señala que sus alumnos no son solo nihilistas sino que se adhieren a un tipo de nihilismo específico que, maridado en el sistema neoliberal, les lleva a buscar el goce continuo como sustituto de una experiencia existencial. Coppola, sin embargo, no entiende todo esto. Rechaza el planteamiento de que los valores simbólicos que dirigían la humanidad —desde Dios a la infalibilidad de la ciencia, pasando por La Verdad— han quedado obsoletos y propone volver a ellos para curar lo que, para él, no es más que un fallo moral. Que si solo queremos circo, dice Coppola, es porque somos unos desviados y no porque nos hayan robado la capacidad de soñar.
Los valores que Coppola considera necesario revivir se ejemplifican en la figura de Cesar Catilina, un inventor y arquitecto visionario capaz de revelarse contra la sociedad solo en nombre de lo que él considera el bien común. El hecho de que sea un hombre, un hombre de familia además, ya pone en el centro la «capacidad viril», los rasgos históricamente relacionados con la masculinidad que, para muchos, como Coppola, son los que mantienen la historia de la humanidad en movimiento. En Megalópolis, los hombres son los que inventan, los que aprueban leyes y los que teorizan sobre le futuro mientras que las mujeres —con excepción de las descarriadas a las que reconoceremos por su ambición y apetito sexual, igualmente desmedidos— son las que refrenan sus impulsos más violentos y las que sirven de musas, de inspiración y soporte, para las grandes ideas que bullen en su interior. Y la propuesta nos es de lo más familiar, no hay nada que la diferencie de las políticas conservadoras-protestantes actuales. La desesperación de Coppola por volver a la grandeza de antes, por enderezar el mundo actual, ciega su espíritu analítico, acercándole más a los fundamentalistas que a los filósofos con los que él mismo se quiere comparar.
En Alta cultura descafeinada el filósofo Alberto Santamaría describe la nostalgia en el arte como «un deseo de retorno a lo moderno (desde lo posmoderno) que diluye y asordina todo afán crítico. ^(…) Se trata de retornar a una modernidad desconflictualizada que no llegó a existir realmente, para así habitarla y hacerla funcionar dentro de un mercado nuevo». La clave para entender Megalópolis se encuentra precisamente en esa desconflictualización. Coppola aboga por una época mejor sin mirar esa época de forma sincera. No cuestiona el pasado ni se pregunta si realmente era lo mejor para todos sino que lo abraza, al simplificarlo, para convertirlo en un parque de atracciones; el Disneyland de los hombres blancos heterosexuales considerados la oveja negra en una familia prestigiosa. Y al convertir su propuesta en imágenes, Coppola recurre a la cita y a la mezcla; a la apropiación y posterior vaciado de significado que Santamaría considera clave para esta cultura servil. Con ello «[se propone] un retorno al pasado que pretende ser futuro, en tanto en cuanto la estética del remezclador que se nos propone mantiene aún la esperanza en una idea de progreso modernista sustentada en la idea de originalidad/novedad de su trabajo». Porque Coppola no solo siente nostalgia de un pasado al que mira acríticamente para proponerlo como un futuro posible sino que, para conformar su discurso, recurre a un pastiche de elementos visuales, técnicas cinematográficas, citas y elementos de guión que aquí se apropia, no para exponer argumentos complejos sino, en palabras de Santamaría, «para revertir de una nueva artisticidad elementos que están más allá del espacio sagrado del arte». Elementos que en este caso no solo tocan la política o la sociología sino la imaginación con respecto al futuro y nuestra propia forma de soñar.
Hay muchos criterios para considerar una película «buena» o «mala», usando aquí esos términos como una simplificación de los procesos de crítica. Uno de estos criterios —más útiles para los espectadores que para la crítica— apunta a que una película es buena «si consigue lo que se propone». Bajo esta luz, es fácil considerar Megalópolis no sólo una mala película sino un auténtico fracaso. Coppola quiere inspirarnos, quiere marcarnos el camino, creando lo que bajo su criterio es uno de esos Grandes Relatos que los filósofos actuales considerar en crisis. Sin embargo, el director malinterpreta lo que esto significa, se toma lo de grandeza en términos literales construyendo una monstruosidad cara e hipervitaminada que intenta tocar muchos palos a expensas de simplificar sin tener en cuenta que la generación a la quiere hablarle no busca una teoría que explique todo sino una historia palpable. Y eso es lo que nos da Doctorow. Una utopía imperfecta pero una utopía al fin y al cabo. Una historia sin nostalgia y sin remezcla, apoyada en unos nuevos ideales que son bastante asequibles. Doctorow habla con nosotros cuando Coppola grita a solas. Un gran director que parece olvidarse de que el cine —de que el arte— es ante todo un diálogo.