A N O R A

(Y los entresijos de encontrar a Ani)

A

I. Justo en el límite de nuestro campo de visión

Justo antes de presentarse ante nosotros, los humildes miembros del jurado, el escritor aficionado y pederasta experimentado Humbert Humbert nos recita un pequeño poema de su propia cosecha. No es el único que encontramos a lo largo de la novela más conocida (y polémica. Y malinterpretada) de Vladimir Navokov pero sí que es la pieza más importante para contextualizar todo aquello que descubrimos entre sus páginas. De entrada, los versos sirven para ponernos en alerta: Humbert es, según él mismo nos cuenta, un tipo culto y refinado. Un caballero europeo. Sin embargo, el poema que nos recita parece más el trabajo de un inocente alumno de secundaria que de un profesor de literatura francesa. Quizás, y esto es solo una idea, no deberíamos comprar todo lo que el tipo nos dice, por muy arrepentido y enamorado que parezca. Pero es el análisis de los versos lo que nos lleva a la idea central de la novela: Lolita, su Lolita, no es una niña real sino un ente trascendental creado a partir de retazos escogidos con cuidado por él. Pero ese mismo poema ya nos habla de Lo, la chiquilla recién levantada, de Dolly, la que va al colegio, o de Lola, la que sale bien vestida de casa; todas facetas de la muy real Dolores Haze. Despiezar a Dolores —simplificarla, aplanarla— es esencial para Humbert, no solo porque la idea de las nínfulas le resulta reconfortante, sino porque la existencia de una Lolita, una versión que sólo él puede ver cuando están a solas, es una pieza clave en su alegato de inocencia. Humbert quiere que olvidemos a la persona real, la que sufre por sus acciones, y nos unamos a él en su fantasía.

«Supe que me había enamorado para siempre de Lolita, pero también supe que ella no sería siempre Lolita», nos dice Humbert más adelante, cuando ha bajado un poco la guardia y se ha emborrachado lo suficiente con sus propias palabras. «Cumplirá 13 el primer día de enero. En dos años más o menos, dejará de ser una nínfula y se convertirá en una «chica» y luego en una «universitaria» el horror de los horrores. Las palabras «para siempre» se refieren solo a mi propia pasión hacia la eterna Lolita, tal y como refleja mi sangre». La maestría en Lolita se encuentra —dejando de lado el estilo de Navokov— en la manera en la que el autor consigue situar a Dolores justo en el límite de nuestro campo de visión. La manera en la que hace posible entrever a la persona entre la palabrería deshumanizante de Humbert. Dolores es la niña que, tras sufrir el doble trauma del abuso sexual y la pérdida de su madre, llora todas las noches a solas en su cama. Es la muchacha que lee revistas de cine y se sabe la vida de todas las estrellas y la adolescente callada que quiere hacer teatro en el instituto. Dolores es la niña a la que su abusador le roba el dinero que él mismo le entrega como método de coacción.

Hay dos novelas que resultan más brillantes bajo la luz de Lolita: Las vígenes suicidas, posicionada en el lado opuesto al libro de Navokov y Mi Vanessa sombría, como lectura complementaria. En el texto de Jeffrey Eugenides (pero no en la cinta de Coppola, que trata el material de una forma diferente) un grupo de hombres se reúne para repasar la breve vida de las hermanas Lisbon, cuatro adolescentes de un apacible barrio de las afueras que acabaron por suicidarse para escapar de lo que parece una estricta opresión religiosa. Los hombres comparten anécdotas aisladas sobre las hermanas a la espera de encontrar una historia, una respuesta coherente y satisfactoria, ante el misterio de sus muertes pero, como ellos mismos descubren, la tragedia aquí es que nunca llegarán a saber nada. Ninguno de ellos conoció en realidad a Cecilia, a Bonnie, a Lux, a Mary o a Therese porque se perdieron en la fantasía de las vírgenes suicidas. La madurez de los narradores llega cuando entienden que lo que encuentran en esos relatos no es a las chicas sino pequeños destellos de lo que fueron ellos mismos. Por eso, aunque las diferentes hermanas Lisbon no tengan presencia alguna en la que supuestamente es su historia, comparten con Dolores la experiencia de ser reducidas y deshumanizadas a través de versiones de su propio nombre. Las Lisbon, como conjunto de ensueño en lugar de como adolescentes individuales, son como la Lolita de Humbert frente a la real Dolores. Y, por último, está Vanessa. En Mi sombría Vanessa, la narradora enfrenta dos versiones de sí misma, Vanessa Wye, la adolescente que fue, y la Vanessa sombría, ahora adulta, profundamente afectada por la relación con su antiguo profesor de literatura. La novela de Kate Elizabeth Russell —que toma el título, como no podía ser de otra forma, de un verso de Navokov— está protagonizada por una mujer adulta que sólo es capaz de mirarse a través de los ojos de su propio Humbert Humbert. La Vanessa sombría está hecha de proyecciones que ella ha interiorizado y que debe identificar y extirpar para llegar a algún tipo de conocimiento real sobre sí misma. Y, para eso, recordar a Vanessa Wye, como una adolescente real separada de la Lolita imaginaria, es aquí un paso esencial.

Pero todos estos caminos también nos guían hasta Anora, la última película de Sam Baker, cuya protagonista, en múltiples ocasiones, insiste en que su nombre real es Ani.

II. «Anora» significa «brillante»

En el tramo final de Anora, cuando la energía maníaca del segundo acto ya se ha disipado, la protagonista pasa una última noche en la mansión de Vanya junto con uno de los matones a sueldo que la ha mantenido secuestrada. El tipo, al que la cinta presenta como el único aliado de la protagonista, intenta conectar con ella una vez más a través de su nombre. «Anora es un nombre muy bonito, me gusta más que Ani», le comenta mientras ella ve la televisión. Cuando la protagonista intenta cambiar el tema, riéndose del hecho de que él se llame Ygor, el matón insiste mientras hace una búsqueda en el móvil «Anora significa honorable, llena de gracia, brillante». Y Ani responde a esto con violencia. Cerrando la puerta que Ygor estaba intentando abrir. Redefiniéndose por sí misma de nuevo a pesar de la insistencia de los demás.

En conjunto, la filmografía de Sean Baker funciona como un ejemplo perfecto para la consigna «sex work is work» (el trabajo sexual es trabajo), lema integral en el movimiento por combatir el estigma contra las trabajadoras que ejercen en el ámbito de la prostitución, la pornografía y el erotismo, con el objetivo de conseguir unos derechos laborales dignos. En Tangerine, la segunda película de Baker y la primera ambientada en el mundo del trabajo sexual, la cámara sigue a las protagonistas durante todo un día en el que Sin-Dee y Alexandra recorren las calles de Los Ángeles alternando entre el ocio y el trabajo. Lo novedoso en el planteamiento de Baker es que no define a sus protagonistas por ser trabajadoras sexuales sino por ser trabajadoras a secas. Las dificultades, los peligros y las miserias que enfrentan derivan de su condición proletaria y de su identidad trans en un mundo tránsfobo, no del hecho de que se dediquen a la prostitución. Si ambas están trabajando incluso el día de Nochebuena, no es en sí porque sean putas sino por la realidad económica que enfrentan en su día a día. De la misma forma, la agresión final a Sin-Dee deriva de los prejuicios de la sociedad y la situación de vulnerabilidad en la que debe posicionarse por el hecho de tener un trabajo que se ejerce en los márgenes y no por la naturaleza del trabajo en sí. Pero, por lo demás, Alexandra y Sin-Dee solo están trabajando; saltando a su faceta profesional a veces con gusto, a veces a disgusto, bajo la violenta amenaza de no poder llegar a fin de mes. Alargando los descansos y haciendo ciertas cosas de forma atropellada porque la miseria que ganan no compensa de ninguna forma tener que esforzarse más.

Es muy interesante comparar Tangerine, protagonizada por dos mujeres que se dedican a la prostitución, con Red Rocket, cuyo protagonista es un hombre que viene del mundo del porno, porque Baker incide por oposición en la manera en la que los ámbitos más feminizados (incluso dentro del trabajo sexual) exigen a sus profesionales tal nivel de implicación, tal cantidad de trabajo emocional, que se termina por difuminar la frontera entre ocio y trabajo. Alexandra y Sin-Dee no solo deben cuidar la una de la otra dentro y fuera del «horario laboral» sino que deben atender a sus clientes más allá del acto físico específico por el que estos han pagado. Deben ser relativamente agradables y ser muy conscientes de las fronteras invisibles que las rodean en cada momento. Mikey, por su parte, puede permitirse ir por la vida parasitando a amigos y familiares, conocidos y por conocer, porque para él sólo importa ser profesional cuando tiene los pantalones bajados. Teniendo en cuenta estos antecedentes es relativamente sencillo leer el primer acto de Anora y la incipiente relación entre Ani y Vanya. En las primeras secuencias ambientadas en el club de striptease ya vemos cómo Ani salta entre personajes y códigos conductuales según el potencial cliente que tiene delante. Graciosa en ocasiones, impaciente en otras, deja claro que su trabajo va más allá del propio baile erótico e incluye bastante elementos del campo de las relaciones públicas. El curro de Ani pasa por convertirse en una fantasía personal para cada cliente pero está claro que hay unos papeles que le gustan mucho más que otros. Lo realmente interesante en estos primeros minutos —más centrados en la profesionalidad de Ani que en ella misma más allá del trabajo— es ver cómo las fronteras se definen y redefinen según el hombre con el que esté trabajando. Cuando Ani se siente cómoda es capaz de dejar que los clientes la toquen. En las noches en las que ella también está disfrutando, como en su primer contacto con Vanya, es capaz de ir incluso más allá. Encontrar estos límites siempre cambiantes es algo que Ani hace con naturalidad, una característica que la hace ser una excelente profesional. Sin embargo, y precisamente porque su trabajo tiene un componente humano y ella también lo es, la muchacha no puede apagarse y encenderse. Hacer un trabajo divertido y, luego, dejarlo todo atrás.

Más que preguntarnos si Ani llega realmente a enamorarse de Vanya o si sólo lo está utilizando para aferrarse a una fantasía que va más allá, lo justo es entender al personaje en el contexto de su trabajo. Al igual que las profesionales que se dedican a cuidar de mayores o enfermos desarrollan relaciones reales con la otra parte que sobrepasan sus obligaciones laborales, Ani se ve afectada por múltiples factores que tocan temas económicos y de autopercepción. La situación que presenta Baker está lejos de ser una fantasía, incluso cuando Ani parece pasarlo bien en Las Vegas, porque conforme avanza la trama la muchacha no solo pierde poder sino la capacidad de distanciarse de nuevo en su faceta profesional. Baker lanza una advertencia: perder de vista los límites sólo beneficia a los poderosos. Ani ha hecho una apuesta y, sin duda, la ha perdido. En lo personal y en lo profesional.

La primera parte de Anora no nos permite conocer en realidad a Ani. Ella misma se sitúa fuera de nuestro campo de visión porque, en realidad, a ella también le gusta el personaje que ha creado para Vanya. La Ani que conoce Vanya no sólo es sexy y divertida sino que parece la novia perfecta para cualquier chico adolescente. Sin aficiones, disfruta viéndole durante horas jugar a videojuegos. Sin amigos, está dispuesta a ir a cualquier lado a pasarlo bien con los suyos. Las relaciones entre Ani y el chico suceden casi siempre en en los términos del muchacho e incluso cuando ella le da algún que otro consejo sexual siempre pone en el centro el placer de él. Es fácil comprender por qué Vanya querría alargar todo lo posible su relación con Ani pero también por qué Ani disfruta tanto siendo esa mujer, deseada, admirada, divertida y perfecta, tan diferente a la muchacha que descubrimos en la breve secuencia ambientada en la habitación de la casa que comparte con su hermana. Pero aunque el personaje que interpreta sea diferente, la Ani que conocemos en la segunda mitad de la cinta también está actuando. Asustada, frustrada y sin capacidad para reclamar su espacio, Ani va saltando entre diferentes papeles como forma de evitar entrar en un estado de pánico. Cuando conoce a la madre de Vanya por primera vez, Ani habla en ruso, proyectando seguridad en sí misma, e intentando mostrarse razonable y encantadora. Cuando conoce a los matones, se presenta como la reina de la casa, como si fuera natural que ellos obedecieran cada uno de sus deseos. Conforme avanza el día y la búsqueda de Vanya, Ani se va colocando más y más a la defensiva hasta que no es capaz de evaluar correctamente su situación, lo que la lleva a reírse y atacar a su único aliado y a perder un carísimo abrigo de piel que bien podría haber rentabilizado. Lo único que la protagonista no hace —hasta la última escena, cuando es, quizás, demasiado tarde— es mostrarse vulnerable; dejar de actuar. Enseñarnos quién es Ani para Ani, no la profesional trabajadora ni la muchacha a la que todos se empeñan en llamar Anora.

En The Florida Project, la película de Baker más exitosa hasta la fecha, Halley, la madre de la protagonista, es una joven trabajadora sexual que vive y ejerce en un motel cercano a Disneylandia. Y aunque el trabajo de Halley es central en la historia (las circunstancias de Monee y la conclusión final parten directamente de la precariedad y el estigma que rodea la prostitución), la película en sí no está centrada en lo laboral, permitiéndonos conocer múltiples facetas de Halley tanto dentro como fuera de su trabajo. Lo que es aquí interesante y arriesgado es que todas estas facetas vienen mediadas directamente por la mirada de Baker y por el propio personaje, sin necesidad de un tercero que sirva de intermediario para con la audiencia. Cuando llegamos a la conclusión de que Halley es una buena madre para Monee, lo hacemos tras observar sus interacciones sin necedad de que alguien lo ponga sobre la mesa. Lo mismo sucede cuando entendemos que Halley no es una mujer estable ni actúa de una forma equilibrada. Es una característica del cine de Baker el contar con personajes capaces de presentarse a sí mismos, en sus propia y complejas circunstancias. Nadie tiene que decirnos que Mickey es un estafador para que dejemos Red Rocket con un mal sabor de boca. Nadie necesita señalar la soledad de Alexandra aunque sólo la veamos charlando con todo tipo de gente alrededor de toda la cuidad. Es en Anora, la única de sus películas que lleva el nombre de la protagonista, que Baker nos la esconde tras un intermediario. Ygor parece enamorarse de Ani a primera vista y, como espectadores, tenemos que deducir que esto es porque sólo él la ve de verdad. Porque puede entender que ambos se parecen y se ve reflejado en ella. Y hay similitudes, desde luego. Los dos carecen de poder, siendo poco más que herramientas en manos de ricos caprichosos y ambos están definidos por un trabajo que le exige más de lo que el dinero debería comprar. Por todo esto, cuando Ygor cree que Ani debería llamarse Anora como espectadores deberíamos creerlo. No preguntarnos por qué Ani rechaza esa idea, sólo asumir que es ella la que se equivoca. A diferencia de Navokov, Eugenides y Russell, Baker da esto por válido. Es Anora, no Ani. Anora, Anora, A N O R A.

Sobre la autora

Marta Trivi

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