No soñamos sueños de videojuegos

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(Una opinión en escenas relacionadas con el surrealismo)

Sueño profundo

En 1924, la influyente revista de arte Literáture cambió de nombre a raíz de ciertas tensiones entre sus ideólogos. El crítico cultural André Breton y el dadaista Tristan Tzara, que hasta ese momento habían actuado como co-directores, no conseguieron ponerse de acuerdo en temas que iban desde la capacidad destructora del arte hasta la naturaleza irracional del mismo. Breton, que en un primer momento se había sentido seducido por la explosiva provocación de Tzara, terminó cansándose de la absurdez del dadaismo bajo la creencia de que el arte podía (y debía) buscar una revolución espiritual. Tras varios desencuentros, Tzara terminó por dejar la dirección de la revista en manos de Breton que, inspirado por La interpretación de los sueños de Freud, y en un claro homenaje a Apollinaire —que ya había usado el adjetivo surrealista en el marco de la crítica— , la renombró como La révolution surréaliste. 

Como no podía ser de otro modo, el primer número de La révolution surréaliste abre con un manifiesto. Firmado por el propio Breton, el texto intenta dejar claras las bases de un movimiento que es clave para entender el arte europeo del momento: «Surrealismo. Sustantivo masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral», escribe Breton. Pero antes de lanzarse a buscar rasgos surrealistas en varios de los escritores, pintores y poetas más destacados de la historia, Breton señala que lo verdaderamente importante es la creencia en una realidad superior que solo puede alcanzarse cuando nos liberamos de automatismos y de las cadenas de la lógica convencional. Así, en el surrealismo no se exploran los sueños y las pesadillas por un simple interés en lo onírico sino porque desde dentro del movimiento se consideran que pueden ser clave para encontrar una nueva expresividad que deje atrás las encorsetadas formas de pensar burguesas —extremadamente presentes en toda la historia del arte— en pos de ideas que consiguieran cambiar de arriba a abajo la sociedad, desde lo social a lo político, sin dejar atrás lo personal. Y aunque poca duda cabe de que el surrealismo no consiguió sus propósitos (Breton criticó en múltiples ocasiones que los artistas adscritos al movimiento no se posicionaran con más contundencia en la Europa polarizada de la Segunda Guerra Mundial) sí que es de agradecer el deseo de intentarlo: la creencia de que la crítica puede azuzar a los artistas, que puede inspirar a los espectadores, que puede animar a sus compañeros para que todos salgamos a la calle a intentarlo. Ahora es incluso ridículo pensar que podemos hacer algo. Creer que formamos parte de una cadena, que somos un pequeño eslabón capaz de interaccionar con otros, es ahora creérselo demasiado. 

Y no hay nada peor que creérselo demasiado.

Sueño ligero

Me contaba hace unos días mi compañero Juan Salas, periodista cultural especializado en videojuegos, que va a trabajar en un proyecto monográfico en donde se examina la presencia de los sueños en el medio. La idea es lo suficientemente amplia, me comentaba, como para que todos los participantes puedan llevarse el texto a su terreno; un hilo conector en extremo flexible que, sin embargo, funciona como un afluente capaz de oxigenar el pensamiento y suscitar nuevas conexiones entre nuestras ideas. A mi, desde luego, y en un primer momento, la premisa me inspiró bastante. Lo onírico está presente en los videojuegos casi desde su propio nacimiento funcionando como uno de los pilares estéticos clave en géneros como el terror. Los sueños, pero sobre todo las pesadillas, han sido una herramienta narrativa multiusos que de la misma forma servía para cerrar con torpeza todo tipo de historias sugerentes (¿ves, todo esto no es más que un sueño?) como para explorar temas relacionados con la represión social, la sexualidad, la identidad o la hipervigilancia (aquí el trabajo de la saga Persona es incuestionable). Se me ocurren un buen puñado de artículos que podrían formar parte del proyecto de mi amigo. Pero también considero que ninguno de estos enfoques puede aguantar el peso de una mirada crítica, enfocada con honestidad. Lo onírico está muy presente en el videojuego pero esta presencia es superficial; limitada a la estética, sin ambición constructora. El videojuego bebe de la imagen pop del surrealismo pero sin acercarse al propio movimiento. Incorpora al tigre con la escopeta, las largas escaleras que no nos llevan a ningún lugar, y convierte todo eso en uno de los automatismos que Breton nos animaba a evitar. El reloj que se derrite ahora solo aparece para indicarnos que, en efecto, el escenario que exploramos está dentro de la cabeza de un protagonista que duerme. Es un surrealismo que no duele.

Un sueño vaciado de sustancia.  

Adormecimiento

En sus más de 60 años de historia, los videojuegos como medio no han acogido ningún tipo de movimiento; ningún tipo de vanguardia: ni una sombra del nouvelle vague, ni un homenaje al Dogma 95 y, ni siquiera, un acercamiento irónico al «Voto de Castidad». Las empresas y sus intereses comerciales y tecno-capitalistas han dictado modas y tendencias sin preocuparse del papel que este invento juega en la sociedad y en la propia alma humana. Se han apoderado de la palabra arte (posteriormente, cultura), y no dudan en usarla como escudo, porque desconocen —o intencionalmente ignoran— que a lo largo de la historia siempre se ha utilizado como arma. Frente a esto tenemos una escena independiente fatigada y precarizada que no puede sino intentar hacer equilibrios entre el deseo de sobrevivir haciendo aquello que supuestamente les gusta y autoexpresión y el desarrollo personal. Incluso fuera de la industria, figuras punk como la valiosísima Nina Freeman tienden a trabajar siempre desde la autoreferencia y la autoexploración individual. Nos han dividido y así nos han conquistado. No hay movimientos ni vanguardias dentro del videojuego porque estas necesitan de una interconexión que la globalización, la inmediatez y la violencia económica nos ha robado. Soñar que los videojuegos pueden ser algo más, está permitido. Decir de forma directa que el medio debería adscribirse voluntariamente a una serie de estrategias para intentar elevarnos, no. Y una parte de la culpa en la ausencia de las vanguardias la tiene la crítica. Una crítica que siempre ha buscado ser seria pero que nunca ha querido ser audaz. Una crítica, la verdad, un poco cobarde.

Si dentro del sistema capitalista la única forma de otorgar valor es la remuneración económica, entonces la crítica no vale nada. El sector es tan precario, y tan cruel cuando se asocia al videojuego, que resulta sonrojante pensar la cantidad de dinero que recibimos por hora de trabajo cuando los artículos, incluidos los análisis a juegos de decenas de horas, nunca se pagan a más de 100€. Esta violencia económica, este desplante a una profesión que, yo creo, genera interés y es necesaria, ha conducido a una situación por la que la crítica también se encuentra aparentemente fracturada. Por un lado, hablamos de un sector que no puede madurar —no digamos ya envejecer— con dignidad porque no es capaz de garantizar salarios suficientes y estables con los que poder vivir en la sociedad actual. El grupo de aspirantes a críticos, los jóvenes apasionados, no puede sino entrar en una rueda que se alimenta de su talento y que, con suerte, los escupirá antes de que formen el callo, antes de que adquieran la experiencia suficiente como para tomar consciencia de que no hay nada más. Por otro, estamos ante unos profesionales con experiencia, tan ávidos de comunicar, pero también de entender el videojuego, que se esfuerzan sin descanso —y que también se queman— ondeando la bandera de una supuesta «crítica de calidad» que, sin embargo, no nos ha hecho más críticos. Un tipo de crítica que explotan plataformas como YouTube, Twitch o los conglomerados de la comunicación, pero con el que también se ceban las editoriales especializadas que, sin vergüenza alguna, utilizan a los nombres establecidos en el sector para engrosar un catálogo que se supone prestigioso pero que se ha creado sin pagar adelantos, sin dar garantías y con remuneraciones de saldo. Unas editoriales que buscan textos de calidad pero que no devuelven nada de calidad a los que escriben los textos.

Teniendo en cuenta el panorama, no puedo sino percibir como «encantador» el idealista y corrosivo deseo de hacer «crítica de calidad». Yo quiero hacer crítica de calidad. Creo que los videojuegos se merecen una crítica de calidad. Sin embargo, me preocupa que, dentro del sector, el hacer buena crítica sea ahora indivisible de hacer «textos académicos», una tendencia válida, y que bien puede llegar a ser iluminadora, pero que no debería ser ni mucho menos la única. Porque este «anhelo académico», esta fijación por una formalidad impostada sin alternativas reales, hace que la crítica cargue con un pecados que no le pertenecen y que afectan a un todo que va desde las estructuras de los textos —que se vuelven rígidas—, hasta una necesidad de presentar las ideas desde la absoluta seguridad. Desde una posición a la defensiva que nos salva del miedo al ridículo. El sistema académico es necesario en cuanto nos ayuda a agrupar ideas, a reconocer el presente y a relacionarnos con el pasado, pero no es especialmente creativo. Creo que esto es algo que expresa muy bien Byung-Chul Han en relación con la filosofía. En La crisis de la narración, el filósofo coreano habla sobre cómo las facultades de filosofía sólo enseñan ahora historia del pensamiento y no empujan a sus alumnos a pensar. Según Han, ahora los doctores en la materia están tan ocupados analizando el pensamiento de otros, explicándose entre ellos una y otra vez qué querían decir exactamente sus predecesores, que se han olvidado de proponer: de crear. Frente a esto, Han invita a los filósofos a ser audaces. A publicar sus ideas con la valentía suficiente como para aceptar que pueden estar equivocadas porque, al final, equivocarse es parte del proceso que nos ayuda a avanzar. En la crítica la situación es similar. El sector y los game studies deben retroalimentarse y, sin lugar a duda, pueden llegar a solaparse en ciertos profesionales pero hay que entender que no tienen por qué hacerlo. Que la concreción académica es un camino pero la precisión poética tiene la capacidad de unirnos alrededor de aquella hoguera en la que nos podemos encontrar.

Las vanguardias necesitan de una crítica audaz.

Notas finales: totalmente despiertos (mortalmente aburridos)

Mi compañero Antonio Flores Ledesma firma uno de los textos más audaces que encontramos dentro del análisis del videojuego. Doctor en filosofía, plantea en Marx juega una ucronía en la que algunos de los filósofos más destacados de la historia disfrutan y analizan géneros concretos de la industria en base a la relación con su pensamiento. El libro es divertido y didáctico en un sentido generoso que el propio André Breton (si me permitís este atrevimiento) calificaría de anti-burgués. Como me gusta mucho este libro, pienso a menudo en una de las críticas negativas que recibió, un artículo en el que se acusaba al libro de no ser lo suficientemente sesudo, de no tener citas más concretas y de hablar de una forma cercana que evitaba los formalismos precisos (y cargantes) de la academia. Marx juega, insinuaba el responsable, no es un libro serio. Pero, yo digo, es un libro sin miedo al ridículo. Un libro que brilla porque no tiene miedo a proponer cosas, a tirarnos ideas, a creérselo demasiado. ¿No es el arte divertido?

¿Por qué no vamos a buscarlo?

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Marta Trivi

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Por Marta Trivi