En un no-tiempo, en un no-lugar
La Viena por la que pasean Jesse y Céline no es real, ni puede situarse en el tiempo y en el espacio. Durante los primeros minutos de Antes del amanecer, los protagonistas pasan de lo concreto de estar sentados en el vagón restaurante de un tren transeuropeo durante el verano de 1995 a sumergirse poco a poco, con ayuda de la noche, en un pliegue de la realidad que les permite alcanzar diversos grados de intimidad. Y tanto Jesse como Céline son conscientes de esto. Conforme encadenan conversaciones en ese trasunto de la capital austriaca ambos expresan de diferentes formas cómo perciben la dilatación del tiempo y la manera en la que esa madrugada, que no existía cuando se despertaron por la mañana, tiene incluso más presencia que años enteros de su pasado. El espacio, sin embargo, es el verdadero protagonista. Aunque Céline vive en París y Jesse viene de Texas, ninguno de ellos es en realidad un turista. Pasean con seguridad y paso firme porque no hay ningún sitio al que llegar —nada que visitar— a parte de la conversación en la que se encuentran. Esta no es la Viena en que la se va a trabajar un lunes o en la que se sale de un concierto el viernes de madrugada. No es la ciudad en la que vas al supermercado o coges el metro para visitar a tus amigos sino un desdoblamiento paralelo que solo existe en el cine o en los sueños. Esto se refuerza al final, de hecho, cuando Linklater vuelve a unas localizaciones que, bajo la luz del sol, ya no resultan tan encantadoras.
Podemos considerar Antes del amanecer una película realista cuando solo prestamos atención a los diálogos; si ignoramos todo lo que rodea a los protagonistas, incluyendo el resto de la trilogía. No soy especial fan del tríptico de Linklater, pero tengo que admitir que el director es en extremo preciso con sus dobleces y sus fugas cotidianas de la realidad como forma de hacer declaraciones lapidarias sobre el amor y la vida en pareja. En Antes del atardecer, Céline y Jesse se encuentran en París nueve años después de conocerse mientras este presenta su bestseller basado en la noche que pasaron en Viena. Toda la película sucede de nuevo en un tiempo robado —el instante entre que Jesse termina de atender a los periodistas y sale para el aeropuerto— que se va dilatando progresivamente según reconectan los personajes. El lugar oscila entre el París real que Céline conoce bien: su casa, los cafés y los parques cercanos a la librería que suele visitar, y un París cinematográfico que no ha visto nunca y al que accede a través de un paseo en barco por el Sena en el que los turistas que supuestamente los acompañan se disuelven en el aire. Céline y Jesse están aquí en la treintena, en una edad de paso entre la flexibilidad de la juventud y lo rígido de ser un matrimonio de mediana edad con hijos. La pareja puede entrar si quiere en el mundo paralelo, en el mundo-escape, pero también tiene la capacidad —normalmente infravalorada— de sentirse cómoda en la realidad. Y entonces llega Antes del anochecer.
La Grecia en la Jesse, Céline y sus tres hijos pasan las vacaciones es tanto idílica cómo dolorosamente real. La pareja tiene que hacer la comida, vigilar a sus niñas y cumplir con varios compromisos sociales con los que a veces no se sienten cómodos. Porque aquí son invitados, también turistas, que deben acomodar sus bromas y su intimidad a los relatos y los oídos de unos otros que ahora no se disuelven. La política se cuela en sus conversaciones y ya no se encuentra en su anterior forma desapegada y grandilocuente sino que se reduce a lo inmediato, a la crisis económica y a la posibilidad de quedarse atascados en un país al borde del colapso. El matrimonio se encuentra en problemas. Es la opresión del no-escape. Céline y Jesse llevan seis semanas en un pueblo de Grecia que ya les es (demasiado) familiar y pretenden acabar la noche en una habitación de hotel, un espacio obscenamente real, científicamente diseñado para ser siempre reconocible. Es el personaje de Ethan Hawke el que termina por entender que lo que necesitan es un poco de fantasía. La trilogía cierra con un pequeño chispazo de fuga: con los protagonistas sentados en la mesa de un lugar que se va transformando ante nuestros ojos en un no-lugar mientras ellos fingen de forma consciente que son otros. La vida familiar no les permite ya dilatar el tiempo, así que deciden dilatarse ellos mismos. Es un final agridulce. Una despedida con cierta autoconsciencia para una trilogía que, para mi, destaca por estar ciega.
En su ensayo breve Estuve aquí y me acordé de nosotros Anna Pacheco dedica un capítulo a la serie veraniega Paraíso que, ambientada en un hotel de República Dominicana, se emitió en España entre los años 2000 y 2003. «El resort estaba configurado como un espacio al que la gente iba a curarse de algo», escribe Pacheco. «Una niña que había dejado de hablar después de una experiencia traumática en un incendio, un soltero de pueblo con una fuerte dependencia de su madre y que nunca había viajado o una mujer que había perdido la memoria por misteriosos motivos. «Nosotros no hemos venido aquí de vacaciones, hemos venido con un propósito», verbaliza en cierto momento un personaje». La serie era, efectivamente, tanto un anuncio directo para la cadena hotelera Bahía Príncipe como una pieza de propaganda que reimagina el turismo como una actividad que trasciende el propio hecho de desplazarse temporalmente a otro lugar para presentarlo como algo que hacemos para remendar nuestra alma y encontrar un significado a nuestra vida. Porque a pesar de ser una década de (supuesta) bonanza económica, los 90, o al menos los 90 en la cultura popular, son también unos años marcados por el nihilismo y el fracaso en la búsqueda de algo real (auténtico) capaz de dar significado a nuestras vidas. En El club de la lucha por poner un ejemplo conocido, el narrador tiene dinero, un buen trabajo y cierta seguridad vital. Sin embargo, la rutinaria realidad dentro del capitalismo —con sus diferentes violencias y la falta de trascendencia— acaba por ahogarle. Cuando el bálsamo del consumismo innecesario e impulsivo (lo que ahora se empeñan en llamar doom spending) deja de ser efectivo, es cuando inicia su espiral de violencia. El turismo pretende ser precisamente otro de esos bálsamos ofreciéndonos la posibilidad de convertirnos temporalmente en una persona diferente capaz de trascender la clase. Pero el turismo no es igual para todos. Viajar siendo clase obrera conlleva ahorrar durante todo el año e invertir nuestros únicos días de descanso para sacarles todo el partido posible. Bajarse del tren en Viena no es una opción cuando no te cabe en el presupuesto sacar un segundo billete. Pasear sin destino no es inteligente cuando esa es la única oportunidad que tendrás en tu vida de ver todo lo que puede ofrecerte la ciudad. El desdoblamiento fantástico es un privilegio. Especialmente cuando se hace por placer y no por necesidad.
La venganza es un pretzel manchado de mierda
La trilogía Antes de… puede verse en conjunto como la batalla de Céline y Jesse por aferrarse a la posibilidad del desdoblamiento fantástico. En la veintena, el malestar vital que ambos comparten, el vacío que menciona el personaje de Ethan Hawke, surge ante la posibilidad de una vida insatisfactoria en la que no logren trascender en sus propio términos. Pero mientras dialogan sobre si el amor es una realidad que puede perdurar o si las expectativas que otros depositan en nosotros deben limitarnos, lo que nos queda bastante claro es que ambos tienen muchas mas posibilidades ante ellos que el resto de nosotros. Céline, por ejemplo, ha estudiado en Estados Unidos y ahora va a empezar un posgrado en La Sorbona, una de las universidades más prestigiosas del mundo. Jesse, por su parte, puede permitirse un viaje transoceánico (¡en los 90!) para visitar a su novia de la universidad y una gira en interrail para poder curar sus penas; un buen puñado de experiencias invaluables para un joven que terminará por dedicarse a la escritura. Las referencias precisas que sacan en sus conversaciones, la calidad de sus anécdotas y la forma en la que pueden recorrer una ciudad ajena como si esta les perteneciera habla de un estatus con el que me cuesta mucho conectar. Incluso en Antes del anochecer, que intenta en su mayor parte permanecer anclada al suelo, es palpable el hecho de que la mayoría de familias con hijos no tienen seis semanas de vacaciones, la posibilidad de disponer de un villa en Grecia, ni la capacidad económica para delegar el cuidado de sus hijos. La gran pelea entre el matrimonio surge a partir de dos tensiones: el deseo de Jesse por mudarse de nuevo a Estados Unidos y el de Céline por dar un giro a su carrera, dos opciones que tienen sentido para ellos pero que no poseen la universalidad pretendida por Linklater. Puedo entender sus dificultades a nivel individual y cinematográfico porque, al fin y al cabo, el hecho de que los ricos también lloran se ha convertido en un tema omnipresente. Pero a nivel empático, os confieso, es un tema que no me importa nada.
Puedo ver la manera en la que trilogía de Linklater, y en especial las dos primeras películas, resulta aspiracionales para gran parte de la audiencia. Céline y Jesse son una paraje atractiva y enamorada que recorren paisajes encantadoramente melancólicos, inmersos en una conversación que no tiene ningún peso ni importancia más allá de la forma en la que puede alimentar el alma. Pero precisamente por eso, por el hecho de que ambos no tienen más problemas reales que el amor, en unos términos poco precisos y abiertos, que me cuesta personalmente lidiar con su historia. No no encuentro nada cuando escarbo en Viena ni cuando investigo los callejones y los cafés parisinos. Sin embargo, la fórmula de Linklater, la de personajes en eterno movimiento, la de las rupturas con la realidad casi imperceptibles y la un diálogo que no acaba, me funciona muy bien en otras coordenadas. Unas coordenadas que no nacen en el ensueño sino en la rabia y que no se dirigen a París sino que solo llegan a tu tienda más cercana.
Mallrats, de Kevin Smith, se estrenó en 1995, el mismo año que Jesse y Céline bajaban del tren en Viena. Los protagonistas son Brodi y T.S., dos amigos de Nueva Jersey que deciden ir a pasar el día en el centro comercial tras ser abandonados por sus respectivas novias. Aquí de nuevo encontramos un no-lugar (un centro comercial, culmen de la artificialidad, magnus opus capitalista) y un tiempo que se expande de forma imposible para acomodar el estado de ánimo cambiante de los protagonistas. Pero a diferencia de los personajes de Linklater, T.S. y Brodi no escapan a ese «mundo paralelo» a placer, ni lo hacen en la búsqueda de llenar el vacío existencial de aquellos que lo tienen todo. Mallrats se ambienta en un centro comercial porque es el único sitio que pueden recorrer con libertad los protagonistas y su escape de la realidad tiene más que ver con la autoafirmación que con la fantasía aspiracional. Brodi, por ejemplo, un aficionado de los cómics, incomprendido incluso por su propia pareja, tiene en este escape fantástico la posibilidad de compartir sus extrañas teorías sobre la sexualidad de los superhéroes con un Stan Lee que le confirma que nada de lo que ha hecho hasta ahora es una pérdida de tiempo; que su afición —considerada entonces de baja cultura— es totalmente válida. Tal y como hacen Jesse y Céline por Viena, Brodi y T.S. filosofean por el centro comercial. Y aunque los temas en su mayoría coinciden (desde el compromiso y su relación con el amor al feminismo*, pasando por el sexo) las referencias culturales y sociales que manejan, la calidad de las anécdotas, pone en evidencia una clave importante: existe entre ambas películas un abismo de clase.
En una de las escenas clave de Mallrats, Brodi le ofrece a un ejecutivo de televisión un pretzel manchado de mierda. Y aunque es cierto que su amigo T.S. tiene un problema personal con los trabajadores de la televisión (su ex-novia se ha visto forzada a participar en un programa de citas), Brodi no hace esto con una malintencionada empatía sino con una rabia propia que le obliga a reírse de los millonarios. Es una de las marcas ya perdidas de Kevin Smith que encontramos también en su debut, Clerks. El director no duda en usar el humor y el mal gusto como vía de escape a un malestar que no sabe identificar. Pero este no es el malestar estrella de los 90, no es el nihilismo y su vacío existencial. Smith siente la violencia de la vida del trabajador en el noeliberalismo. Y aunque no busca soluciones, si apunta a un buen puñado de placebos. Placebos muy divertidos.
Para mi, Antes del amanecer y Mallrats son a la vez la misma película y un juego de opuestos. Tan cerca y tan lejos, todo al mismo tiempo. Ambas se construyen con los mismos materiales, hurgan en idénticas cajas de herramientas y encuentran soluciones parecidas para lidiar con sus presupuestos modestos. Ambas quieren imprimarse en el presente y confían para eso en la energía juvenil de un tipo de cine nuevo impulsado por sus creadores. Las dos tienen defectos similares: Antes del amanecer no se despega del propio cine mientras que Mallrats no puede dejar de lado la baja cultura, la ahora llamada cultura popular (la vulgaridad no es un defecto, añado). Pero mientras que una es «de culto» la otra se asienta en el canon. Mientras que Mallrats «nos sirve para entender su época», Antes del amanecer se presenta como universal. Y no entiendo cómo se ha creado esta frontera, a qué se debe que una sea considerada un hito del cine filosófico y la otra una comedia sin más. Quizás sea cosa de la crítica y nuestra incapacidad para pensar aquello que ya creemos pensado. Así que, por si sirve, aquí dejo abierto el caso. Solo nos queda deliberar.
(*) Me parece graciosísimo que Kevin Smith tenga un discurso para la época más pulido que Linklater. Mientras que en Antes del amanecer Céline expresa que «El feminismo deben haberlo inventado los hombres para poder tener más relaciones esporádicas» en Mallrats se trata el tema a través de una quinceañera que está haciendo un estudio antropológico sobre el sexo porque es algo que le interesa de forma personal. No solo no se juzga con luz negativa a la chica sino que se censura que hombres adultos (increíble Ben Affleck) se acuesten con ella y le compren la excusa.
@MartaTrivi bueno básicamente, el viaje en sí, es visto como sinónimo de éxito y más importante, de estar viviendo la vida, nuestras ideas de disfrutar la vida y de ser exitosos, están intrínsecamente relacionadas a nuestro poder adquisitivo, el neoliberalismo nos robó la imaginación
Me llevo el apunte de Mallrats para verla. No sabía de ella. Sin embargo, a pesar de q entiendo y comparto los puntos de vista, mentiría si no digo q estas películas me encantan y en su momento lograron trascender la pantalla para mejorarme mucho el ánimo en un momento malo para mi. Concretamente la 1ra parte me recordó de cierta forma unos días q compartí aquí en La Habana con una turista Catalana. Imagino q ese recuerdo me puso ya de buenas con la trilogía.
Pues yo tampoco conocía «Os Malucos Do Centro», como me dice Prime… Me la apunto.
Y muy interesante, como todo lo que se escribe por aquí.
PS: Parrafo 6, línea 8. (justo debajo de la foto en que cruzan el Sena) creo que te falta una coma (¿?). Esos dos no: «No no encuentro nada cuando…». Soy muy paleto para esas cosas, no me extrañaría que me equivocase.