Las estrechas paredes de la narrativa

(O por qué parece que siempre jugamos a lo mismo)

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En su celebrada conferencia1 Write with the Flow, impartida en la International Game Developers Association, Neil Druckmann, creador y director creativo de la saga The Last of Us, dedica varios minutos a recomendar el trabajo de «gurús del guion» como Robert McKee y Blake Snyder. «Vas a convertirte en un mejor escritor simplemente leyendo estos libros», afirma Druckmann, posicionándose en contra de la corriente actual que reniega de libros como El guion y Salva al gato por considerarlos anticuados y poco sofisticados. Demasiado rígidos como para poder ser de ayuda a un verdadero artista.

En el manual de Snyder, que toma su nombre de la idea de que nuestro protagonista debería hacer algo en sus primeros minutos en pantalla que ponga a la audiencia de su parte de forma instintiva (como salvar a un gato), el escritor esquematiza hasta tal punto la forma del guion cinematográfico que nos insta a introducir el incidente incitador entre la quinta y la séptima página, mientras que nos recuerda que necesitamos un «clímax emocional de poca intensidad» alrededor de la vigésima. McKee, por su parte, aunque anima a los escritores experimentados a romper las reglas de la narrativa, define el guion como un «sargento de instrucción» al que tenemos que seguirle el paso queramos o no. Pero aunque ambos profesionales tienen estilos y acercamientos muy diferentes al proceso creativo —el texto de Snyder, con sus «trucos infalibles» parece más un libro de auto-ayuda que promete la fama y la fortuna—, los dos coinciden en algo esencial: el conflicto siempre debe encontrarse en el centro. En cada escena, en cada personaje. En todas y cada una de las tramas.

«Nada mueve una historia excepto el conflicto»2, escribe McKee, «Los escritores que no pueden entender esta verdad, la verdad del conflicto, han sido engañados por las falsas comodidades de la vida moderna para que crean que la vida es sencilla una vez aprendes sus reglas». Y esto es algo que los escritores occidentales, incluso los detractores de McKee, tienen tan interiorizado que la gran mayoría de las películas, novelas, series, cómics y videojuegos que llegan a nosotros giran sólo alrededor de diferentes conflictos, desde choques entre personajes a disputas internas, pasando por los clásicos enfrentamientos contra la sociedad o la autoridad. Pero esta filosofía, que para McKee es tan natural como respirar, tan evidente como que el sol sale por las mañanas, sólo es un tipo de historia, una fracción de la experiencia humana, que resulta especialmente interesante cuando nuestro objetivo último es entretener. Sin embargo el potencial de la narrativa llega mucho más allá.

Centrar cada escena en el conflicto, crear personajes según lo que puedan aportar a este y diseñar tramas a su alrededor obliga a que las resoluciones a las historias siempre sean dicotómicas. O bien el personaje consigue lo que se propone —soluciona positivamente el conflicto, sea del tipo que sea— o bien no lo hace. Hay una victoria o una derrota, una conquista o un fracaso; con las historias más complejas intentando no dejar nunca el marcador en absolutos: el personaje puede perder al amor de su vida pero, por suerte, la experiencia le ayudará a superar el trauma que le evitaba conectar con los demás.

La atracción que el conflicto genera en el público y en los creadores se entiende gracias a la sensación de avance que proporciona. Plantear cualquier tipo de conflicto nos dibuja una imagen del estado inicial de la historia (o parte de ella) que podemos comparar fácilmente con la final para evaluar el progreso. Las historias con finales felices nos transmiten una evolución porque la foto inicial y la final son opuestas en términos generales; el protagonista era inmaduro y ahora esta listo para la vida adulta, el personaje había sufrido una injusticia pero en el minuto final ya se han calmado las aguas. Los arcos narrativos nos permiten percibir una constante evolución —un movimiento— que nos mantiene interesados. Pero desde el conflicto sólo pueden explorarse una serie limitada de verdades. Una parte muy concreta de nuestras vivencias. Un afilado instante de cambio pero nunca una redondeada experiencia cotidiana.

En La dependienta de Sayaka Murata, la protagonista es una mujer de 36 años que trabaja a tiempo parcial en una tienda de conveniencia de Tokio. Aunque este trabajo está mal considerado y peor pagado, Keiko encuentra paz en sus firmes rutinas y estrictos manuales para atender a los clientes. La dependienta no es la historia de una mujer solitaria que reconecta con la sociedad a través de su trabajo en una tienda, ni la de una persona que termina por aceptar sus rarezas tras percibir las peculiaridades de los demás. Esta es la historia de un personaje alienado por la sociedad que, de forma paradójica, encuentra refugio en un entorno que a los demás les parece alienante. Keiko no se conoce más profundamente al final de la historia, ni llega a comprender mejor su lugar en la comunidad, La dependienta no necesita un conflicto que la mueva porque la novela es una instantánea, una foto estática centrada en aquellos que se sitúan en los márgenes.

Sayaka Murata

La dependienta, que se tradujo dos años después de su publicación al inglés, al castellano, al francés y al alemán, ganó en Japón el prestigioso premio Akutagawa, justo antes de convertirse en un súper ventas con más de 650.0003 ejemplares vendidos. Otros fenómenos literarios internacionales, como Dorayaki de Durian Sukegawa o películas de éxito, como Mi vecino Totoro, de Studio Ghibli, demuestran que el conflicto es solo una manera más de acercarse a las historias pero ni mucho menos la única que consigue apelar a las grandes audiencias.

«Lo que hace único al kishotenketsu es que no necesita de una historia transformativa», explican4 en The Art of Narrative en relación a la estructura en cuatro actos, típica de la ficción japonesa, que evita el conflicto. «Eso significa que tu personaje no tiene que sufrir un trauma y salir de él mejor o peor. Hay un giro, pero este no tiene que ser ni negativo ni rompedor. Los giros son usados con humor o, simplemente, como una forma de sorprender al lector». Y aunque el kishotenketsu es un pilar en la narrativa japonesa actual, la estructura lleva presente miles de años en la poesía china, bajo el nombre de qǐchéngzhuǎnhé, y en la ficción coreana, en donde se mantiene en una tensión constante con las estructuras occidentales, populares en el país gracias a la enorme presencia e influencia ejercida por Estados Unidos.

Precisamente en Corea del Sur encontramos el ejemplo perfecto contra todos aquellos que afirman, como McKee, que la narrativa basada en el conflicto tiene una mayor capacidad para producir emociones intensas y, por tanto, mayor disposición transformadora en la audiencia. Kim Ji-young, nacida en 1982 no es sólo una de las novelas surcoreanas más exitosas de los últimos años sino que, también, una de las más poderosas. El libro, estructurado a través de una sucesión de anécdotas en la vida de la protagonista y en la de las mujeres cercanas a ella, funciona como un repaso por el machismo, actual e histórico, que empapa la sociedad. Pero Ji-young jamás se enfrenta a estas injusticias, no aprende nada nuevo, ni encuentra solución alguna para su situación. La novela carece de conflicto y aún así funcionó a la perfección como impulsor5 del movimiento feminista en corea y catalizador de una serie de leyes que, agrupadas bajo el nombre de su protagonista, intentan luchar contra la discriminación de género en el lugar de trabajo.

Byung-Chul Han sentado porque está cansado (del capitalismo)

Volviendo a occidente, y más concretamente a Estados Unidos, es importante destacar que la popularidad del conflicto como motor de las historias no sólo tiene un componente histórico sino también uno social. La historias que se mueven siempre hacia delante, no en el sentido temporal sino en el de progreso, reflejan con fidelidad el funcionamiento ideal de la sociedad del rendimiento que, definida6 por el filósofo alemán Byung-chul Han, es propia del sistema capitalista tardío. En la sociedad del rendimiento, los individuos buscan constantemente mejorarse a sí mismos; optimizar sus cuerpos y mentes, buscando una autorealización inalcanzable que los deja cansados, ansiosos e incapaces de llevar una vida plena. Para un individuo que se obliga a ir al gimnasio cada día, que pasa semanalmente por la consulta de un psicólogo y que mantiene con sus aficiones una actitud de perfeccionismo, las historias que se centran en el avance y la autorealización, en las que el protagonista alcanza finalmente una meta, son tanto una inspiración como un consuelo. No es de extrañar, entonces, que sean precisamente los medios nacidos bajo el paraguas del capitalismo —el cine, especialmente el hollywoodiense, y los videojuegos— los que tienen un apego más desesperado por este tipo de historias.

Hay excepciones, por supuesto, entre las que destacan en el ámbito de los videojuegos el diseño de niveles7 de Super Mario 3D World y su negativa a ir creciendo de forma exponencial hasta infligir en el jugador una catarsis. Como explica Kioshi Hayasida, en la compañía japonesa tienen totalmente interiorizado el giro humorístico con el que se culmina el kishotenketsu, prefiriendo sorprender a sus jugadores, quitar hierro a sus hazañas, antes que dejarse llevar por la épica de los logros de los personajes. Porque, aunque en Nintendo decidan no apoyarse en esto, la estructura basada en el conflicto también dialoga de forma natural con otra de las características habituales en videojuegos, la fantasía de poder; la sensación de invencibilidad que obtenemos al controlar a un personaje que tiene el potencial de dominar todos y cada uno de los sistemas en el mundo que habita.

Según establecen Chad Habel y Ben Kooyman en Agency mechanics: gameplay design in survival horror video games8, la necesidad de transmitir al jugador que está mejorando sus habilidades de forma progresiva, junto a la percepción de que el personaje que controlamos es excepcional, constituyen un marco «triunfal» por el cual nos sentimos ineludiblemente empoderados porque, aunque no estemos aún en la cima, tenemos la capacidad para llegar a estarlo. Esto es especialmente llamativo en los juegos de miedo, especialmente en los survivals, en los que el componente terrorífico proviene precisamente de sentirnos desprotegidos y acechados de forma constante. Habel y Kooyman ponen aquí el foco de interés porque la fantasía de poder no parte de ejercer la violencia y la destrucción, como en tantos otros juegos, sino de ser capaces de continuar. De tener vidas infinitas —ser en la práctica indestructibles—, de forma que ni el más terrorífico de los monstruos sea capaz de pararnos.

«Los juegos son una fantasía de progresión, una fantasía de competencia, una fantasía de persecución del poder», escribe el periodista Adam Meadows para un artículo9 en Super Jump Magazine. El analista niega que los videojuegos sean en sí mismos una fantasía de poder, ignorando que en la sociedad del rendimiento la constante progresión y la competencia que él mismo menciona son algunas de las aspiraciones de la mayor parte de la sociedad. El problema aquí es que bajo el paraguas de «fantasía de poder» se engloban dos conceptos muy diferentes que afectan de forma desigual a las ficciones en general y a los videojuegos en particular.

Unpacking, qué gustoso es jugar a trabajar

La primera acepción para «fantasía de poder» es aquella que utilizan Habel y Kooyman, algo —salvo excepciones dentro del videojuego más experimental— ineludible para el medio. La interactividad; el hecho de que seamos nosotros mismos con nuestras acciones las que muevan al personaje y exploren el entorno, junto con la sensación de agencia ligada a la libertad dirigida propia de la narrativa en videojuegos (la forma en la que el diseño nos pide que tomemos decisiones «libremente») funcionan como una base sobre la que casi cualquier tipo de historia termina por transmitirnos la sensación de ser semidioses frente a aburridos NPCs (personajes no jugables) condenados a realizar una y otra vez, sin poder pensar, el mismo tipo de acción.

Incluso títulos con una clara intención crítica, como The Last of Us Parte II, o meditativa, como Unpacking, terminan por empoderarnos sin que esto sea evidente si miramos su diseño o narrativa. En el juego de Neil Druckmann, cuya intención pasa por mostrar la faceta más incómoda del ciclo de la violencia, examinando de paso la representación de la misma dentro de los videojuegos, no puede evitar, ni en sus momentos más crudos, mostrar a Ellie y a Abby como dos entidades totalmente diferentes al resto de soldados y habitantes de Seattle. Cualquiera de ellas puede morir, y eso es algo que nos queda claro desde la propia premisa del juego, pero está implícito que sólo pueden hacerlo en manos de la otra. Por el camino, y como jugadores, tendremos que lidiar con la contradicción de sentirnos progresivamente más hábiles y capaces —relativamente indestructibles e inmortales—, en una historia que se empeña en enfatizar intelectualmente el peligro y nuestra supuesta vulnerabilidad.

En el juego de las mudanzas, por otro lado, la sensación de empoderamiento parte de tener un control absoluto sobre nuestro espacio. De poder elegir cómo ordenar todas y cada una de nuestras cosas (pero sólo las bonitas y las necesarias, nada de basura que se arrastra de casa en casa) sabiendo que la meta es el orden y que, una vez alcanzada, el caos no puede volver a avanzar. Y los creativos de Witch Beam son tan conscientes de qué es lo que están haciendo que configuran el momento más importante del juego alrededor de un objeto —solo uno— que no podemos colocar a voluntad. Nivel a nivel, casa a casa, nos han permitido creernos seres todopoderosos en el ámbito de la decoración y el orden para, posteriormente, poder sorprendernos con solo un pequeñísimo atisbo de realidad que, precisamente en forma de conflicto, introduce un enorme peso emocional por lo inesperado. El juego nos quita el poder brevemente para devolvérnoslo enseguida. Porque nadie quiere jugar a esa otra cosa. No es divertido si nos recuerda, no de forma intelectual sino de manera sensible, lo vulnerable de la realidad.

Mi fantasía de poder particular

Esta primera concepción de la fantasía de poder es relativamente actual, propia de los videojuegos, y se encuentra ligada de forma estrecha al sistema capitalista y a los deseos que despierta en nosotros. La segunda acepción, la que el periodista Adam Meadows intenta invocar sin señalarla, está ligada a los roles de género y tiene una historia bien documentada en el cine, la ilustración y la literatura. Se trata de una fantasía que sólo entiende el poder en los términos hiper-masculinos de dominación, conquista y sometimiento. Si por algo destaca este tipo de fantasía de poder es porque no tiene contrapunto femenino, porque su existencia pasa por asumir, primero, que el género es binario y, segundo, que los hombres ocupan (o aspiran a ocupar) un lugar de poder público y visible mientras que las mujeres deben mantenerse en el ámbito privado en el que ocupan (o aspiran a ocupar) una posición de apoyo y soporte.

Históricamente, al menos dentro de la ficción, las mujeres que se han salido del molde de esos roles preconfigurados se han presentado como una peligrosa amenaza tanto para sí mismas como para los demás. Este tipo de fantasías de poder nunca han sido consideradas femeninas porque cuando los personajes femeninos intentan dominar o someter, lejos de contextualizarse como algo necesario o heroico, se presenta como un acto desviado y propio de villanos, al que nadie en su sano juicio quiere aspirar. Ni siquiera el auge de los mal llamados personajes femeninos fuertes de las últimas tres décadas consiguen que este tipo de fantasías de poder dejen de ser masculinas a pesar de tener en su centro a una protagonista mujer. Porque aunque la narrativa no castigue a estos personajes simplemente por su género, aquello que supuestamente le otorga el poder es expresar el comportamiento deseado por el patriarcado en lugar de acabar (o, al menos, poner en duda) con el sistema que las oprime en un primer lugar.

Tanto las fantasías de poder —los dos tipos, las masculinas y las ligadas a los valores capitalistas—, como las narrativas centradas de forma casi exclusiva en el conflicto, se encuentran ampliamente extendidas en el videojuego, y son dominantes en el ámbito del videojuego mainstream o triple A. Y es precisamente por eso por lo que el medio, cuyas posibilidades expresivas se perciben como infinitas, se siente, a la vez, tan limitado. Tan repetitivo, tan plano. Porque si las fantasías de poder masculinas limitan las fronteras de lo que se considera existoso a lo que dictan los roles de género, y las capitalistas nos instan todo el tiempo a perfeccionarnos y avanzar, sólo nos queda un marco muy estrecho en el que poder jugar que siempre estará definido por la idea de perder y ganar. Si a esto le introducimos la necesidad de enmarcarlo todo en una narrativa basada en el conflicto, tendremos videojuegos o experiencias jugables que no sólo limitan lo que hacemos —las acciones que practicamos en ese universo— sino los motivos que nos llevan a ello. Y si en el cine, la series y la literatura, la constante necesidad de conflicto sólo nos permitía acercanos a una de las facetas de la amplia experiencia humana, en videojuegos las consecuencias son aún más dramáticas: la verdad que, según McKee, deben buscar todos los escritores queda relegada a un tercer o cuarto plano. Cuando somos el único personaje que importa en un mundo creado para que nos sintamos poderosos sea cual sea la decisión que tomamos solo las motivaciones más básicas y agresivamente individualistas tienen cabida en la pantalla.

En una entrevista10 con Sayaka Murata a raíz de la publicación internacional de La dependienta, la autora afirma que «de no haberse dedicado a escribir novelas ahora seguiría sufriendo». La ficción es, para ella, una forma de explicarse el funcionamiento de un mundo que le resulta extraño y lleno de reglas y convenciones en apariencia aleatorias: «Era una niña a la que le gustaba pensar con profundidad. No entendía muy bien por qué mis padres me daban de comer. No me parecía lógico, por más que me dijeran que lo hacían porque éramos familia y nos queríamos», afirma, apuntando a que la escritura de Earthlings —aún inédita en España— , y en la que una niña de once años llega a la conclusión de que es un alienígena que debe hacer cualquier cosa por sobrevivir, fue esencial para explicarse a sí misma cuales son sus sentimientos alrededor de su familia.

El proceso para Neil Druckmann parece bastante similar. La idea que dio forma al primer título de la saga The Last of Us surgió11 a partir de una conversación con su padre en la que debatían un reciente intercambio de rehenes entre Israel y Palestina. Para Druckmann, que no sólo nació en Tel Aviv sino que se identifica abiertamente como sionista, era injusto que las fuerzas militares israelíes liberaran a decenas de prisioneros mientras que el ejercito palestino sólo entregaba a unos pocos «de los suyos». Pero para sorpresa de Druckmann, su padre estaba totalmente a favor del trato. Y fue precisamente su justificación lo que en su mente terminó por transformarse en la motivación central del personaje de Joel: «Aquí no se trata de números, yo, por salvar a los míos, puedo dejar de lado la decisión más racional».

La exploración de esa idea, en conjunción con su reciente paternidad, es lo que dio lugar a la historia de Ellie y Joel; el relato de una adolescente con la capacidad para salvar a toda la humanidad y la figura paterna que se lo impide porque salvar a los demás pasa por un sacrificio que él ni puede, ni quiere soportar. En la segunda parte el escritor también se fija en el conflicto entre Israel y Palestina, en un intento por explicarse a sí mismo el concepto de ciclo de la violencia de una forma aséptica en la que ningún bando es necesariamente más culpable que otro.

Pero no son sólo los creadores los que buscan respuestas en el arte y en la ficción sino que el resto de la humanidad también acude ahí para entenderse aunque no siempre puedan encontrar una respuesta verdadera o el tipo de explicación deseada. Es desde esta perspectiva desde la que comprendemos que, aunque los procesos creativos de Murata y Druckmann puedan ser parecidos, a pesar de que ambos sean escritores capaces con un entendimiento sobresaliente de los mecanismos que impulsan sus respectivos medios, el resultado no puede ser más diferente. Mientras que Murata imagina protagonistas alienadas para intentar entender por qué la sociedad japonesa la aliena a ella, Druckmann se ve constreñido por una necesidad de entretener, de avanzar y de gustar, absolutamente imprescindibles en un juego cuyo presupuesto de desarrollo supera los 220 millones de dólares.

Las respuestas que Druckmann buscaba llegan al jugador diluidas, aplanadas y, en términos generales, abordadas de una manera blanda. The Last of Us, como conjunto, parte de un intento de entender la otredad; el por qué percibimos a algunas personas como parte de nuestro grupo mientras que otras, igualmente válidas, siempre serán «el otro». Pero mientras que el creador se hacía preguntas acerca de la violencia que el estado ejerce sobre los individuos en un marco fuertemente politizado, nosotros buscamos las respuestas en un mundo apocalíptico en el que las naciones ya no importan y todo descansa en los hombros de un particular. Preguntas complejas y llenas de matices para las que encontramos respuestas muy, muy simples y generales que, aunque entretenidas, no siempre son siempre satisfactorias.

Hay unas paredes muy estrechas que limitan la ficción occidental. El proceso de industrialización de la cultura, que antepone siempre la búsqueda de beneficios a través de la venta indiscriminada a un público masivo; las convenciones filosóficas al estilo de las de McKee, que casi han limitado el interés al avance y al conflicto, junto con el aplanamiento de los temas y perspectivas que se perciben como «interesantes», dejan poco margen para la curiosidad y la creatividad. Para hacernos preguntas relacionadas con lo aburrido, lo ordinario y lo perteneciente a la cotidianidad.

Pero el público sigue buscando respuestas. En subreddits masivos como r/advice, r/needadvide o r/relationships las preguntas más usuales (aunque no siempre sean las que consiguen más votos) se relacionan precisamente con aquello que no vemos en pantalla, con lo que se considera demasiado mundano para plasmarse en papel. «Aquellos que tenéis una relación de pareja exitosa, ¿cómo es vuestro día a día?», «¿qué plan me recomendáis para sorprender a mi mejor amiga?» o «¿cómo lo hacen algunas personas para mantener los mismos amigos desde la escuela primaria?» son algunas de las preguntas que podemos encontrar en portada en cualquier momento. Y ninguna de ellas puede responderse desde los márgenes de la ficción comercial. La ficción romántica, al igual que su vertiente más cómica, solo nos deja explorar los inicios y los finales, los desacuerdos o incluso las formas de establecer dinámicas más sanas pero no las diferentes etapas y la callada evolución en los sentimientos de una relación que, simplemente, funciona. Las películas centradas en la amistad ponen el foco en las peleas y en las reconciliaciones, en las traiciones y las formas en las que podemos superarlas, pero no nos dejan examinar nuestros sentimientos —en qué difieren, o no, del romance— ni la necesidad de hacer feliz a alguien cuando, de forma directa, no vamos a ganar nada. Siempre es la construcción o la destrucción. En ocasiones lo que nos lleva a ellas pero nunca el tiempo entre medias ni las etapas que suceden antes o después. Sólo retazos, pequeños fragmentos. Unos momentos demasiado específicos de la vasta experiencia humana.


1. https://www.youtube.com/watch?v=Le6qIz7MjSk

2. El guion, Robert McKee, ed. Alba Minus

3. https://japan-forward.com/book-review-convenience-store-woman-by-sayaka-murata/

4. https://artofnarrative.com/2020/07/08/kishotenketsu-exploring-the-four-act-story-structure/

5. https://www.nytimes.com/es/2023/01/30/espanol/opinion/baja-natalidad-maternidad.html

6. La sociedad del cansancio, Byung-chul Han, ed. Harder

7. https://www.youtube.com/watch?v=dBmIkEvEBtA

8. https://www.researchgate.net/publication/262970870_Agency_mechanics_gameplay_design_in_survival_horror_video_games

9. https://www.superjumpmagazine.com/the-fiction-of-the-video-game-power-fantasy/

10. https://www.nippon.com/es/japan-topics/e00175/

11. https://www.vice.com/en/article/the-not-so-hidden-israeli-politics-of-the-last-of-us-part-ii/

Sobre la autora

Marta Trivi

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