No hay nada que hacer sin dinero en el centro comercial

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(Internet como lugar e internet como herramienta)

En Doppleganger Naomi Klein analiza en paralelo su carrera frente a la de Naomi Wolf, una autora con la que le confunden de forma frecuente. El ensayo resultante funciona por igual como análisis de los destrozos psicológicos originados en la pandemia, como un acercamiento a la paranoia que gobierna a la derecha actual y como un repaso por las ideas que han hecho de Klein una de las escritoras de no ficción más influyentes de la actualidad. Y es en una de estas auto-revisiones que Klein se detiene a comentar su ópera prima No Logo, un texto publicado a principios del año 2000 en el que la autora no solo critica a las grandes marcas sino que analiza su comportamiento y los esfuerzos que dedican a crear una imagen concreta dentro del subconsciente colectivo. Para Klein, en su batalla por vender más una forma de vida que un producto en sí mismo, las marcas caen en un ciclo de comportamientos deplorables entre los que destacan la colonización del espacio público y la comercialización del mismo; mecanismo por el cual las estaciones de trenes y los estadios ahora reciben el nombre de productos y es casi imposible salir a la calle en una ciudad sin consumir. 24 años después, Klein cree que No Logo está desactualizado. Ahora el problema no es que las marcas quieran relacionarse con nosotros como si fueran una persona sino que todas las personas, todos y cada uno de nosotros, nos hemos convertido en una marca: «Cultivamos con mucho cuidado unos personajes en internet —esos dobles de nuestros “yo” real— que encarnen el equilibrio perfecto entre la sinceridad y el desencanto con el mundo. Pulimos unas voces irónicas y distanciadas que no suenen demasiado promocionales pero que, aún así, nos promocionen. Acudimos a redes sociales para mejorar nuestros números al tiempo que nos quejamos de lo mucho que detestamos esas “páginas del demonio”», escribe en Doppleganger. Y a mi todo me suena a derrota. 

«Marca personal» es un término acuñado por el capital y su uso sólo beneficia a las pocas macrocompañías que monopolizan internet. Creo que su popularidad se debe a su capacidad de funcionar como bálsamo. Al final, es mejor pensar que cuando posteamos, twitteamos o subimos un Tiktok estamos trabajando en nosotros mismos mejorando nuestra presencia online y posibilidades de futuro, que entender que lo que en realidad estamos haciendo es crear contenido para que esas compañías sean capaces de ganar mucho dinero con la publicidad. No somos marcas en internet y la mayoría de nosotros ni siquiera somos empleados. Pasamos horas y horas y horas mirando publicidad o creando el contexto para que otros también puedan mirarla durante horas; interaccionando con desapasionados community managers y empapándonos poco a poco de la peor propaganda y discursos de odio. Creo que Klein se confunde. Cuando la ensayista dice que los usuarios de las redes comparten sus dibujos, análisis de películas o versiones de canciones de éxito para posicionarse como marca en un mercado de consumidores, se olvida de que a las personas nos encanta enseñar aquello que hacemos por pasión. Por supuesto que hay artistas y creadores que usan las redes sociales para enseñar su trabajo, personas profesionales que se acercan a internet con un objetivo profesional. Pero la gran mayoría de nosotros solo intentamos definirnos de alguna manera dentro de esa comunidad. Y, por supuesto, la imagen que proyectamos de nosotros mismos no es exacta. Como tampoco lo es la que mostramos a nuestros «contactos» del mundo analógico.

La necesidad de crear un término como «marca personal» para hablar de algo tan natural como la autoexpresión surge de la necesidad de las compañías por hacernos creer que las redes sociales y las macroplataformas digitales no solo son útiles y necesarias sino esenciales para vivir. Aquí también se aprovechan de la facilidad con la que es posible confundir la doble naturaleza de internet, la manera en la que es capaz de funcionar a la vez como herramienta y como espacio habitable. «El acceso a internet es como el agua o la electricidad en este momento y, sin embargo, continúa siendo tratado como un bien de lujo». explica Gina Millsap al New York Times en una cita recogida en el manifiesto Internet for the People. La bibliotecaria neoyorkina hace hincapié en que, en su faceta de herramienta, y tal y como demostró la pandemia, internet es esencial en todas las etapas de la vida actual; fundamental a la hora de hacer deberes para el colegio, seguir las clases en la universidad o encontrar trabajo y mantenernos en contacto con la comunidad en la vida adulta. No obstante, internet como lugar, lejos de ser fundamental, puede ser hasta perminicioso. Lo que nació bajo unos ideales humanistas de interconexión e intercambio se ha transformado en un espacio diseñado a imagen y semejanza del capitalismo al que es fácil imaginar como un enorme centro comercial: un espacio estéril y deshumanizado en dónde todos los elementos gritan por nuestra atención y en el que solo podemos estar mientras tengamos la divisa apropiada, esto es dinero o datos personales con los que negociar. Y, al igual que en un centro comercial «analógico», en este espacio podemos hacer amigos, comprar algo que necesitamos o, incluso, participar en actividades relacionadas con la cultura. Pero si bien el primero podemos abandonarlo siempre que queramos, el centro comercial de internet está diseñado para atraparnos. Para mantenernos siempre vagando por los pasillos, no importa lo desagradable que sea la experiencia.  

 En Crash Override, la escritora y desarrolladora independiente Zoë Quinn, critica la incomprensión de la justicia alrededor del acoso online (ella fue una de las mujeres más perseguidas durante el gamergate) poniendo el ejemplo de un juez que, al oír el cruel abuso que tenía que enfrentar día tras día, le preguntó si no era posible, simplemente, desconectarse. Quinn escribe indignada —y con razón, por supuesto— que su trabajo está en internet, se relaciona con sus amigos online y que, además, ella, como víctima, no debería ser la que es castigada con el aislamiento cuando son otros los que están cometiendo los delitos. Sin embargo, aunque entiendo perfectamente a Quinn y me cuesta poco empatizar con sus palabras (desde luego la justicia está muy perdida a la hora de enfrentarse a dinámicas online), no dejo de ver que su malestar está ligado en este ejemplo concreto a Twitter. Cuando ella habla de «internet» se está refiriendo de forma específica solo a esta red social. Quinn recibía diariamente miles de amenazas y tuvo que ver cómo sus datos personales se filtraban y compartían una y otra vez ante la inacción de la plataforma. Pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por volver. Por habitar aquel espacio privado y monetizado en el que sufría constantes vejaciones que eran ignoradas por los responsables del sitio. Twitter era un bar nazi que ella se negaba a abandonar. Quizás porque había interiorizado que no había opción. Que ese era el único sitio en el que estar.

Según un estudio del National Bureau of Economics Research lo que nos mantiene en las burbujas de las redes sociales son los otros. El 64% de los usuarios de TikTok y el 48% de los de Instagram aseguran que su vida es peor a raíz de la existencia de esas plataformas y, sin embargo, no están dispuestos a abandonarlas, ni siquiera temporalmente, si no es a cambio de una compensación económica. Las plataformas han conseguido que equiparemos estar en internet a ser sus usuarios y que confundamos «ser parte de la conversación» con generar contenido e interacciones que den más valor a su producto. La privatización de internet, una tecnología que, como detalla Ben Tarnoff en Internet for the People, nació de la colaboración y fue impulsada con financiación pública, es tan absoluta que fuera de Twitter, Reddit, YouTube Instagram o TikTok sólo queda un páramo ignoto. Teras y teras de nosequecosas que yo tampoco estoy muy segura de cómo debo navegar.

Hace ya casi un año que abandoné todas las redes sociales —algo menos desde que me fue de Reddit, el que era mi espacio de cabecera— y la única conclusión a la que he llegado estos meses es que, para un usuario sin conocimientos técnicos, el espacio que conforma internet es inhabitable. Es difícil moverse fuera del centro comercial que funciona como último reducto de la civilización después de la catástrofe tecno capitalista. No hay lugar para reunirse, no hay espacio que no pida algo. Usar un lector de feeds se hace imposible cuando las webs necesitan tu visita para subsistir (ya que trabajan para el algoritmo de Google y su todopoderosa publicidad) o tus subscripciones para avanzar. Ahora debo aceptar que me monitoreen compañías opacas simplemente para acceder a la portada de un diario digital. Dinero o datos, esas son las monedas. Resulta difícil descubrir espacios alternativos cuando no cuentan con un equipo que los optimice para los buscadores. Es difícil crear comunidad en el Fediverso cuando las personas que dan valor a estas estructuras están aún atrapadas, trabajando incansables para el centro comercial.

«A pesar del pequeño tamaño y de la lentitud de la antigua web, hay que admitir que tenía su encanto. Era un espacio muy personal. La gente estaba contenta por estar allí, incluso aunque no había demasiadas cosas que hacer. Hacían webs simplemente para saludar, poner imágenes de sus mascotas o  compartir su entusiasmo por Star Trek. Querían conectar.», escribe Tarnoff con nostalgia. ¿Es muy tarde para proyectar un futuro desde ese mismo pasado? 

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Marta Trivi

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Por Marta Trivi